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jueves, 3 de enero de 2013

POLVILLO DE ESTRELLAS




            Parapetado detrás de su ilustre estirpe, habitaba en una jaula de oro, cegado por la riqueza y descansando en mullidas nubes de glorias pasadas. La ranciedad de su plúmbeo apellido era tal, que pasmaba a los estudiosos de heráldica más aplicados y podía, inclusive, lograr hacer oscilar los blasones de los escudos de las familias más linajudas.
            Había sido bautizado con seis nombres porque siete eran sólo privativos de un rey, nobilísimo título que un pretérito ancestro estuvo a un tris de merecer. Nada había sido librado al azar en la elección de sus patronímicos. Estos llevaban la L de los Luises franceses, la cesárea C de los emperadores romanos, la magna A del macedonio Alejandro, la napoleónica B de los Buonaparte, y la mecénica M de los Médicis. Y así, los linajes de las casas más encumbradas de Europa se ensamblaban como dorados eslabones, enalteciendo sus egregios apelativos. Sin embargo, lo apodaron “YIYO”.
            El óvulo que engendró al tataradeudo del tatarabuelo paterno tuvo la malaventura de ser fecundado en el vientre de la madre en décimo lugar; y de ser expulsado, ya con carácter de niño sano y robusto, en el mismo orden. Entre él y su hermano mayor –el verdadero rey- había otros ocho hermanos sedientos de poder pero, lejos de decepcionarse, una brillante luz de esperanza iluminaba sus anhelos de ascensión al trono. Si bien las posibilidades concretas eran pocas, sobraban campañas, luchas intestinas, enfermedades y complots que pudieran tronchar las existencias de los otros nueve, con la posibilidad latente de dejarle la real alfombra libre de escollos. Aunque su esperanza fue intensamente verde durante años y años, ninguno de sus hermanos abandonó este mundo antes de llegar a la vejez, incluso, cuatro ó cinco mayores lo sobrevivieron, por lo tanto, tuvo que conformarse con el título de Virrey en las lejanas márgenes del Plata.
            El casamiento de este personaje, y el de todos sus descendientes, se legalizó entre primos en línea sanguínea directa, para evitar que algún símbolo de su escudo de armas fuera bastardeado por alguna intrépida plebeya, usurpadora de abolengos. De esa forma, sus conciencias y sus almas vivían en la beatitud, nimbados por la pureza de la alcurnia que sólo da la cepa más genuina. Yiyo, consciente de los desvelos familiares de sus antepasados, buscó en vano, dentro de su eminente clan, una afamada compañera pero, muy a su pesar, no pudo hallarla. Su familia era prolífera en varones y no había en todo Buenos Aires una dama de tan holgada prosapia que conviniera a sus apetencias matrimoniales. Todas, hasta la de más cremosa hidalguía, tenían salpicado su pasado con alguna mancha que ensombrecía a su señoría. Él no podía tolerar esa vejación a su venerable linaje, por nimia que fuera. Ni la mácula más liliputiense, reducida a la pequeñez de una peca o un punto, ni  el tizne más esfumado, osarían mancillar tan egregio patriciado. Y así, primos naciendo y años transcurriendo, Yiyo, ya largamente cuarentón, seguía aún célibe.

            Fuera de la consabida jaula dorada, el ámbito de este egregio solterón era muy limitado, reduciéndose al barrio de Palermo Chico, aunque alternaba también ciertas zonas del norte de Buenos Aires pero ¡jamás el sur! Nunca hubiera osado cruzar o aproximarse al Riachuelo. La sola mención de ese curso de agua infame le erizaba la piel y, una simple alusión a los barrios adyacentes, podía producirle sarpullido, una cierta alergia a esa vulgar y cruel enfermedad llamada “pobreza”.
            Sus gloriosos pies, embutidos en los calzados más delicados, se deslizaban sobre crujientes pisos de roble de Eslavonia, brillantes mármoles de Carrara o tibias alfombras persas. Yiyo se movilizaba en lujosos vehículos y, en sus estancias, caballos de frondoso pedigrí lo recogían en la puerta de sus aposentos. ¡La tierra y el polvo le producían tal asco!
            Las cortinas de su mansión, que lo protegían de la irreverente luz solar, eran auténticos brocados franceses, mientras que los manteles y toallas, bordados con sus iniciales, provenían de Flandes y estaban atestados de puntillas, festones y vainillas.
            La vajilla que usaba era antigua y auténtica, tenue y delicada porcelana “cascara de  huevo” de la dinastía Ming. Los cubiertos eran de plata añeja, extraída de las famosas minas del Potosí pero manufacturada y sellada en España, en épocas de la conquista.
            La cristalería estaba conformada por piezas únicas y exclusivas, sopladas en la isla de Murano, en centurias pasadas, cuando Venecia era aún la “República Serenísima”. Este famoso juego había sido originalmente encargado por un dux, a pedido de su caprichosa esposa, quien exigía que el color del cristal imitara al de las aguas del Canal Grande en un día nublado. Con una ínfima discrepancia en el tono, el verde obtenido por los artesanos no coincidía con el que la distinguida señora dogaresa tenía en mente, por lo tanto, lo rechazó de cuajo. Tal vez, no habría aclarado si el día debía ser mediana, total o parcialmente nublado o, quizás, tormentoso. Al fin, el exquisito juego fue adquirido por un pretérito pariente de Yiyo quien quedó conmocionado por el extraño color, desconociendo la verdadera historia, porque de otra forma no lo habría comprado. ¡Ellos no se conformaban con las sobras de nadie por más dogo, príncipe o rey que fuera!
            En la sala de lectura, una enorme biblioteca acumulaba libros varias veces centenarios. Los había con lomos de plata, tapas de nácar, con incrustaciones de marfil y hojas bordeadas en oro. Relatos de reyes, príncipes y conquistadores eran sus preferidos, así como los escritores de buena cuna. Pero, hubo un autor irritante al que nunca había osado leer; un detestable francés, el máximo representante del romanticismo galo, que se apellidaba con un nombre. Es más, a raíz de aquella insolente y miserable novela que lo catapultó a la fama, toda su producción literaria fue purificada por la acción del fuego.
            Como buen descendiente de castellanos, Yiyo hacía un culto de la gastronomía. Adoraba los camarones, la centolla y la langosta, a los que sazonaba con salsas francesas y coronaba con un copete de caviar. Gustaba de los palmitos y los aguacates, los huevecillos de codorniz, el faisán y, como buen argentino que era, del asado de tira. Lo que detestaba eran las achuras porque provenían de partes indecentes o soeces del animal. Jamás tuvo el placer de comer una molleja o un chinchulín, un chorizo o una criadilla. Para él, las únicas partes comestibles de la vaca eran el lomo, el peceto y el costillar y, con respecto al cerdo, sólo el muslo de donde se obtenían los jamones, siempre que éstos hubiesen sido procesados en España. Adoraba también las ancas de rana al ajillo y descartaba las ensaladas de lechuga, achicoria y berzas, por vulgares. Otros alimentos vedados en la casa eran el arroz, las pastas y la polenta, a los que consideraba sólo privativos de la plebe. Yiyo descartaba también las uvas y las granadas. Higos, melocotones y fresas eran ingeridos con dificultad luego de haber sido sometidos al ataque el cuchillo y del tenedor. ¡Le irritaba tanto ensuciarse los dedos a pesar del coqueto lavafrutas, de cristalino contenido, siempre ubicado a su diestra!
            Yiyo era también muy afecto a los dulces. Comía tortas o galletitas alemanas cubiertas con chocolate suizo y rellenas de dulce de leche, lo único que no debía molestarse en importar. Excepcionalmente, degustaba flores de rododendro en almíbar, sutil delicadeza preparada en el techo del mundo: el Tíbet.
            Los exquisitos manjares eran regados con abundante champaña francesa y sólo el asado se acompañaba con un tintillo Cabernet Sauvignon.
            El café le producía cierta irritación estomacal, entonces, bebía gran variedad de exóticas tisanas. En relación con el té, hacía también de su consumición un culto. Las variedades que prefería dependían de su procedencia. Si su origen era chino, elegía sólo el cosechado en las provincias de Sichuan y Guandong.  Si provenía de Ceilán, debía ser el cultivado en las colinas centrales, en las regiones de Dimbula o Nuwara; en cambio, si provenía de la India, debía haber sido sembrado en la región de Darjeeling, al pie de los Himalayas. Eso en cuanto al origen de la hoja, pero no era suficiente, ¡debía estar procesado en Gran Bretaña! Ése era el té supremo que, por supuesto, tenía otro sabor si se lo preparaba y bebía en un recipiente que no fuera porcelana de primera calidad.
            Había cierta bebida local que lo atosigaba, lo irritaba al extremo: el mate. ¡Él jamás hubiera osado apoyar sus labios en esa mugrosa bombilla que previamente había estado en contacto con otras cientos de bocas! ¡Ajjj! Cuando lo pensaba, sentía escalofríos. Esa inmunda bebida, contaminada de microorganismos, podía ser sólo cosa del proletariado.
            Yiyo también cuidaba mucho su vestimenta personal. Las telas de sus elegantes trajes eran genuinos casimires ingleses cuyas fibras provenían de la lana de las cabras de la cañada de Cachemira, al noroeste de la India, pero confeccionados por los más afamados sastres italianos. Sus camisas y corbatas de seda se obtenían de los filamentos segregados por gusanos criados en China, pero el hilado ensamblado en Francia e Italia.
            Adornaba el meñique de su mano izquierda con un pesado anillo de oro que llevaba incrustada la gema más cara y fastuosa conocida: una alejandra. Por sus propiedades ópticas y su exigua presencia en el planeta, ante ella empalidecía de humildad cuanta piedra se preciara de valiosa. La majestuosidad de esa alexandra, escogida de los feraces yacimientos de Minas Gerais, era incomparable.

            Y ese egregio personaje que había mantenido pulcros sus blasones y patronímicos durante casi medio siglo cierto día enfermó porque, como todo mortal, era también concupiscente. El mal, si bien no era letal, era despiadadamente molesto.  El picor lo transportaba a universos de desesperación. Hubiera deseado tener mil manos para poder rascarse mejor – con perdón de la palabra -. Entonces, se encerraba en su recámara a satisfacer sus desenfrenadas ansias de sosiego.
            El estudio médico fue lacónico y concluyente: ”PHTIRUS PUBIS”.
            La alcurnia, el prestigio y el dinero no pudieron paliar su ignorancia. Asombrado, preguntó al facultativo de qué se trataba, concretamente.
-Son ectoparásitos- respondió el médico, procurando agregar términos científicos a la explicación, a fin de no hostilizar el amor propio de tan ilustre paciente. –Son insectos anopluros de la familia de los pedicúlidos.
            Esta respuesta no satisfizo al enfermo, quien con ansiedad preguntó:
            -Pero ¿es grave? ¿Tiene cura?
            -¡Sí! ¡No es nada serio! ¡Por supuesto que tiene cura! Yiyo, tal vez deba hablarte con sencillez, como lo haría con cualquiera de mis pacientes.
            -Sí. ¡Adelante! ¡Adelante!
            -¡Son simplemente ladillas! Unos parientes lejanos de los piojos.
            Abochornado, Yiyo empalideció. Creyó morir de vergüenza y humillación. Pioj... ladi... ¿Él? ¿Una denigrante enfermedad infecciosa del lumpenproletariado lo había alcanzado a él, que estaba tan alto, allá, sentado sobre las estrellas y titilando también con ellas? ¡Imposible! ¡Definitivamente imposible!
            -Definitivamente cierto- respondió el médico. –Si quieres, puedo mostrarte un ejemplar. Lo podrás ver a la perfección con una lupa.
            ¡AJJJJJJJJ! Yiyo se mimetizó de un gris ceniciento, cadavérico, y su cuerpo comenzó a cimbrear acompañando las contracciones de las arcadas. Luego, cuando a base de calmantes logró tranquilizarse, al recapacitar sobre el tema, descubrió que ¡ni los semidioses escapaban al influjo de la miseria y sus vectores! Lo comprendió de inmediato. La miseria podría compararse con el polvo; invisible mientras flota en el aire, pero penetra en cada intersticio por más minúsculo que sea y se hace sólo perceptible al acumularse sobre la materia...
            Atreviéndose hasta límites insospechados, el médico le sugirió como terapia leer completas las biografías de Napoleón y Felipe II de España, cuyos decadentes capítulos finales Yiyo había dejado inconclusos.           
 
                                                            CUENTOS PREMIADOS
                                                             EDITORIAL CIEN- 2003


"María Antonieta"   ELISABETH VIGÉE LEBRUN 

Bodegón con cuenco chino, copa Nautilus y otros objetos - WILLEM KALF

"The swing"   - FRAGONART

EL CERCO


                                                                       “Toda injusticia es pecado”
                                                                                                    I de Juan 5:1

                                                             “La justicia es lo que ensalza a una nación,
                                                               pero el pecado es cosa afrentosa a los
                                                               grupos nacionales”
                                                                                           Proverbios 14:3 y 4

            Hubo un cierto lugar que, sin ser la tierra prometida, siempre fue promisorio. No abundaban los granados pero sí el ganado; no abundaba la miel, pero había mares de mies; no era generoso en olivares pero sí en parrales. A pesar de no haber registros de milagros bíblicos, la leche manaba, pero de vacunos, ovinos y caprinos. Sin embargo, obviando todas esas bendiciones con que Dios lo había colmado,  se lo llamaba “Bananas”, no siendo en realidad los plátanos los frutos más explotados. Por otra parte, dátiles había muy pocos, pero se los importaba. Durante mucho tiempo, se importó de todo.
            Y la fama de ese lugar se extendió tanto, que millones de almas acudieron a él. Se transformó en un crisol de razas. En cierto momento, llegó  a tal grado el cosmopolitismo que no hubo identidad nacional. Pero ese es otro tema.
            Con tal piélago de alimentos, era lógico que a los perros les sobraran huesillos. Si hasta Bernardo, un St. Bernhardshund –un verdadero coloso de la raza canina- después de socorrer a unos alpinistas extraviados y recuperar fuerzas con un suculento almuerzo, consideró innecesario acarrear el sobrante y lo dejó abandonado en las altas cumbres.
            Pero,  así como hay canes abnegados y altruistas, los hay impetuosos, peleadores, alegres y simpáticos, bonachones, fieles, ágiles, falderos, recios, defensores e inteligentísimos. Dotados de esta ultima característica, Otto y Hanzel, dos jóvenes schnauzers color sal y pimienta, cierto día, mientras acompañaban a una tropilla, descubrieron que el terreno de don Blanco era un estupendo lugar para enterrar los huesos excedentes. Retornaron a sus casas con las barbas enlodadas,  pero felices por el hallazgo.
            Llevaron tanta osamenta a dicho predio que el dueño, en poco tiempo, ya no necesitó comprar abono. Viendo el pingüe negocio que tenía entre manos, y vislumbrando las ganancias a futuro, ese buen hombre recompensó a estos juguetones alemancitos, enterrándoles algunas piezas óseas extra, con el insidioso objetivo de atraer a otros perros para que los emularan. ¿Qué representaba la inversión en algunos kilillos de huesos comparada con el precio de los agroquímicos? ¡Nada!
            Otto y Hanzel notaron con extrañeza su capital aumentado. Sumamente desconfiados, pero con reflexión serena, analizaron el asunto y se propusieron ejercer un control más estricto sobre sus bienes. Pasmados, pudieron comprobar un incremento mensual considerable. Llegaron a la errónea conclusión que ese hombre era un ser extraordinario; no sólo les permitía usar su terreno para enterrar los huesillos, sino que se los cuidaba y, además, se los multiplicaba. Bonachones por antonomasia, decidieron relatarle lo ocurrido a un compatriota vecino, Herrman, un rottweiler de cola cortada, para que él también se favoreciera. Haciendo gala de su propensión a la obediencia, éste escuchó los consejos y no dudó en llevar los excedentes de su dedicación al trabajo –acumulados en el establo- a ese sitio tan ventajoso, y tampoco perdió tiempo en informar al boxer de don Klauss y al alano alemán gigante de la otra cuadra.  Como eran todos oriundos del mismo país y se sabían honestos y rectos, se imitaron unos a otros. A pesar de su innata desconfianza, ni siquiera Boxer titubeó.
            Y la noticia se extendió a otros individuos provenientes de otros lares y otras razas. Y al terreno de don Blanco marcharon câos de agua portugueses, dogos de Burdeos, seters irlandeses,  whippets ingleses, huskies siberianos; mudis, pumis y pulis húngaros, lapinporokoiras finlandeses, lapphunds suecos, tchouvatchs eslovacos, etc., etc., y sabuesos, podencos, lebreles, bracos y hasta perros pila. Ya les había advertido que ese país era un crisol de razas. Por supuesto que no faltaron híbridos. Esos representaban la mayoría.
            Don Blanco se frotaba las manos. ¡El negocio era tan fructífero! ¡Se habían acumulado tantos huesos que ya no cabía una sola astilla más! Sin demoras, compró los terrenos linderos que, al poco tiempo, también resultaron insuficientes. Entonces, empezó a comercializar osamenta. Y, como el país le quedó chico, comenzó a exportarla.
            Por lo general, los perros imitan a sus congéneres, pero había un mastino napoletano color negro, llamado don Chicho, que se mantenía al margen. Era ya tan viejo que sus amos le habían quitado el collar de ahorque.  De la parte inferior del cuello le colgaba bastante piel floja, y era interesante observar cómo esa papada bailoteaba, acompañando el ritmo de su paso descangallado, lento, de plantígrado. Podría decirse que a don Chicho lo habían “jubilado” de su trabajo de defensor de personas y bienes, labor que había cumplido por muchos años en forma insuperable. Y allá guardaba los frutos de tantos sacrificios, enterrados cerca del alambrado del gallinero. En sus abundantes ratos de ocio, los exhumaba, los observaba y volvía a enterrarlos. Algunos estaban verdes por la acumulación de detritos, líquenes y demás yerbas pero, eran el producto de muchas horas de vigilia; había que preservarlos para el futuro, para disponer de ellos en caso de estrechez; siguiendo con fidelidad las costumbres de sus dueños, quienes le habían inculcado el don del ahorro, pues conocían muy bien la miseria ya que habían sido supérstites de una gran guerra. Por todo ese culto a la previsión, don Chicho no se fiaba de don Blanco. Confiaba sólo en su gallinero, como sus amos confiaban sólo en su colchón. Pero, cierto día, vio lobos merodeando el corral. Sus pequeños ojos casi triangulares se abrieron de par en par –todo lo que le permitían los catetos- y, a pesar de las cataratas que los velaban, perfiló la imagen de la jauría de rapaces. Casi sordo, y consciente de todas las limitaciones que le imponía la edad, gruñó: “Stoie perdido”.  Ante semejante clima de inseguridad, inerme e indefenso, no dudó en llevar casi todos sus bienes a la propiedad de ese terrateniente que, siendo poderoso, estaba en condiciones de cuidarlos mejor.
            No todos iban solos al feudo de don Blanco, algunos lo hacían con escolta; por ejemplo, Grace, la cocker spaniel rubia, de grandes orejas lobulares cubiertas de pelo sedoso y ondeado. ¡Ay! ¡Era tan bella como coqueta! Tenía el cuello inserto con elegancia en los hombros y miraba de soslayo, con esos ojos lánguidos protegidos por largas pestañas arqueadas. A Otto y a Hanzel se les cortaba la respiración cuando la veían. Pero no podían acercársele demasiado porque el ama siempre la paseaba sujeta a un pretal con correa. Después de aquel intento de aproximación fallida, cuando Mrs. Smith, haciendo aspavientos con los brazos, los intimidaba al grito de “¡Out! ¡Out!, nunca más lo intentaron. Entonces, se conformaban con observarla de lejos, y suspirar... Mrs. Smith era una mujer alta, delgada y muy devota, que debía pasar varias horas al día peinando y rizando a su mascota, a quien adoraba y, con toda seguridad, aspiraba para ella un pretendiente que no excediera el perímetro del círculo de amigos del Club Inglés. Además, tenía que cuidar que esas extraordinarias orejas no se ensuciaran, entonces, ella misma le enterraba los huesos.
            A veces, se cruzaban en el camino con Mr. Peckquet, que llevaba del lazo a su seter irlandés, un precioso can de muestra de color tifónico, pero ni amos ni perros se intercambiaban la mirada –flemáticos unos, indiferentes los otros- ostentando sin tapujos la antagonía político-religiosa que sus pueblos arrastraban desde siglos, aunque ahora vivieran en otro país.
            También el profesor de deporte, monsieur Lafont, llevaba a Pierre –un colosal y musculoso dogo de Burdeos de aproximadamente cuarenticinco kilos de peso- sujeto a una cadena. Ambos eran consumados atletas, y recorrían el trayecto a  la carrera. El perro, con esa cabeza voluminosa, tenía una apariencia fiera. También se decía que monsieur Lafont adoptaba el mismo aspecto con los alumnos que le saboteaban, involuntariamente o no, las exhibiciones gimnásticas.
            Otros que concurrían a lo de don Blanco eran el viejo Sánchez y su robusto bull dog de manto con snut, ¡hermosísimos ambos en su fealdad! Avanzaban con paso corto y andar pesado, arrastrando los pies en el suelo, uno a consecuencia de la edad y, el otro, como característica de la raza a la que pertenecía. Ningún extraño osaba acercárseles por la actitud hostil que reflejaban. Perro y amo se habían mimetizado en arrugas y comportamiento pero, en realidad, eran pacíficos, a pesar de tener las narices siempre enfurruñadas.
            También José María iba a enterrar los pulcros huesos de su adorada Dominique. ¡Nunca tan bien elegidos los nombres para amo y can! A José le hubiese encantado ser sólo María, por eso había elegido para su perrilla maltesa un apelativo unisex. Tampoco, nunca mejor seleccionada la raza, pues a los bichón se los conoce desde antiguo como los “perros de las damas romanas”, debido a la preferencia que tenían por esas mascotas de lujo aquellas cortesanas imperiales. Larguísimas e inmaculadas, las fibras capilares le dan al animalito un aspecto muy atractivo. Pero esa atracción no era sólo privativa del can... José María se desvivía por ser el centro de las miradas, en lo posible, de otros señores. Ambos eran afectuosos, expresivos, pulcros, y jamás pasaban desapercibidos. El muchacho iba al campo sólo por snobismo, llevando a Dominique siempre en brazos. A veces, le cambiaba el look: trenzándole el pelo, haciéndole colitas, poniéndole cintas y hebillas, y tiñéndola de rosa, turquesa o carmín, colores que combinaba a la perfección con los de su atuendo. 
            Por último, cabe destacar la presencia en el consabido lugar de Fifí, la gran caniche blanca de los Anchorena Aldungaray Sánchez y Thompson Salaberry, una aristocrática familia local. En realidad, no podría afirmar que el orden de los apellidos sea el correcto, acaso se hubiere deslizado alguno del rancio pedigrí del cánido, pero para nuestra historia, da lo mismo. El tren de vida de esa caniche era similar a la de sus dueños: opulento y socialmente activo. Debía concurrir a la peluquería canina dos veces por semana para someterse al ritual de los afeites: baño, peinado, cepillado, o depilación, la que podía consistir en trimming o stripping, acordes a la necesidad; luego, desafiar la pericia de la manicura que le cortaba y pulía las uñas y, por último, tolerar el leve ardor que le producían en los ojos las gotitas de colirio. Por donde pasaba dejaba una estela de partículas olorosas muy agradables. En verano, a sus coiffeurs les llevaba bastante tiempo ejecutarle el arreglo a la leonina. Se le tusaba la grupa y el lomo – el límite lo imponían las costillas- el hocico, las mejillas y las cuatro extremidades, pero se le dejaban las pulseras en las patas y un coqueto penacho en el rabo. Ella soportaba horas y horas de toilette con estoicismo, porque una dama de la alta sociedad debía sacrificarse con abnegación en favor de su apariencia.
            Mientras Fifí aguardaba sentada en la parte posterior del sedan negro, hocico y bigotes en alto, el chauffeur, con saco de charreteras, gorra con visera y pala también en alto, o bajo, según las circunstancias, se encargaba de enterrar
 –sin perder la decorosa elegancia- algunas bolsas de bifes de costilla con restos de lomo, tiras de asado y patas de cordero. Fifí supervisaba la labor sin descender ni inmutarse, con ese aire lejano, de vanidosa superioridad inconfundible.
            Pero, cierto día, algo extraño ocurrió. Entretanto Hanzel y Otto merodeaban por los famosos terrenos, constataron con sorpresa que la caniche estaba fuera del automóvil. Se la notaba algo turbada y nerviosa, pero sin perder su elegante y digna estampa. El chofer, pala o azada en mano, escarbaba y paleaba con ahínco pero sin circunspección. En un momento dado, se sacó la gorra y se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo. Tratando de no ensuciarse las pulseras, la distinguida dama iba de aquí para allá, caminando casi en puntillas, pero era tanto el polvo en suspensión que estornudó varias veces, perdiendo la compostura altiva y su impecable color blanco. Con varios sacos llenos, volvieron al vehículo. Después de acomodarlos en el baúl, el chofer le abrió la portezuela trasera; tras un elegante salto dotado de fina gracia, ella se apoltronó en el asiento; él cerró, se ajustó la gorra, ascendió al auto, lo puso en marcha y se fueron raudamente, dejando una estela de tierra flotando en el aire.
            No sólo la tierra flotaba; los schnauzers husmearon algo raro en el ambiente. Su intuición de pinschers los instó a averiguar más detalles. No necesitaron mucho tiempo para enterarse. Al día siguiente, cuando regresaron al lugar, lo encontraron protegido por un alto cerco de alambrado afianzado en postes. Enormes letras de metal, fijadas una a una, informaban a quien leyera: “BLANCO S.A.C. y  F.”.  Quedaron atónitos, así como un grifón belga, con cara de gato y prominentes ojos oscuros de expresión casi humana, que pasaba por allí. ¡Ese hombre se había asociado con otros, pactando en secreto, disponiendo sin escrúpulos del capital que ellos le habían confiado sólo a él! Fueron corriendo a consultarle a Polizei, un nork buhund de los alrededores, célebre por su agudeza auditiva, mirada siempre atenta y olfato muy desarrollado, para averiguar si estaba enterado de algo más. Con todas esas extraordinarias dotes de cazador, era imposible que presa alguna lograra pasar desapercibida y tampoco una noticia importante.  Polizei, enroscando aún más la cola sobre el dorso, sólo aportó el dato de que la familia de múltiples apellidos había viajado de urgencia a un país limítrofe en su jet privado. Pero, prometió prestar más atención aún en los días siguientes.
            Hanzel y Otto regresaron al predio que atesoraba sus osamentas. Allí, un siberiano de expresión tierna, con un ojo azul porcelana y otro castaño, solicitaba al dueño del campo que le permitiera entrar a sacar algunos caracúes.  Don Blanco en persona le daba las explicaciones del caso: “Lamentablemente, no pueden retirar sus costillares. En una o dos semanas se les autorizará a sacar algo; una pequeña cantidad. Pero no se les devolverán huesos de vaca, sino de pollo”.
            -¿Huesos de ave?- gruñó pestañeando el husky del ojo color sentinella.
            -Afirmativo- contestó don Blanco.
            -¡No puede ser! ¡No puede ser!- repetía aullando ese can parecido al lobo, yendo y viniendo infatigablemente a lo largo del cerco.
            Dos pequeños spitzs de tinte naranja y un bulldog francés con orejas de murciélago regruñeron:
            -¡Los huesos de pollo son de inferior calidad y se astillan!
            Sin emitir palabra, el dueño del terreno abrió los brazos en señal de impotencia.
            -¡Nosotros trajimos huesos vacunos y queremos que nos devuelvan huesos vacunos!- repetían dos bobtails de ojos turquesa. El pot casé, ese timbre tan particular que caracteriza su potente vozarrón, acercó a otros canes.
            “Lo lamento”, dijo don Blanco. “No tenemos lo que ustedes piden... En realidad, no disponemos de un miserable fósil para darles. Está todo en el extranjero”.
            Un clamor de descontento se alzó entre los incautos ahorristas.
            “¡Ladrón! ¡Sinvergüenza!, ululó un welsh gorgi pembroke de ojos y manto avellana.
            ¡Daba pena verlos! ¡Encaramados sobre sus patas traseras, intentando escarbar el alambrado con las manitas, unos; ladrando, exigiendo y aullando, otros!
            Un miembro de una pequeña jauría de perros vagabundos que pasaba por allí, ante ese excéntrico espectáculo, comentó:
            -Están protestando porque no les debuelben los hueso.
            -Ésos se quejan, y todo lo que tenían puesto ahí les sobraba... ¿Qué tendríamo que decir nosotro que no tenemo ni un miserable garrón pa’ comer? Esos angurrientos me dan asco, me dan... – opinó otro.
            “¡Joderse!”, agregó Paco, un mastín ibérico, empobrecido tras la bancarrota de sus antiguos amos. “No es mi problema. Yo, por suerte, no tenía ni una astilla metida en ese asqueroso lugar. A mí, todo esto no me afecta”.
            Pero, como de costumbre, las apariencias engañan. A los pocos días, la escasez de osamenta fue tan importante que Paco y sus compañeros, con las tripas borboriteantes y las patas acalambradas de tanto andar, se desvivían por encontrar algo para alimentarse. Pero no había nada.
            “¡No hay nada! ¡No hay un miserable hueso!”, anunciaba la voz de don Blanco  -magnificada por un altoparlante- a la multitud de perros encolerizados reunidos en su puerta. El volumen de los aullidos, gañidos, gruñidos, hipidos, latidos, regañidos, regruñidos y rumbidos silenciaba el megáfono. “¡No les podemos devolver nada!”, agregó.
            El ululato se incrementó tras la negativa y los canes comenzaron a hacer presión contra el cerco. Algunos, enfadados, tomaban carrera y golpeaban el alambrado con su propio cuerpo. Otros, con furiosas dentelladas, lo sacudían. La mayoría, apoyados en sus trenes traseros, hacía lo mismo con las patas. Con todos esos embates, una letra del cartel –tal vez mal soldada- se desprendió de su base y quedó pendulando en equilibrio inestable. Asustado por la reacción de la turba, don Blanco huyó al interior de la vivienda, mientras con pena veía caer la ele de su apellido, la que, de inmediato fue pisoteada, achatada y destruida por la multitud. El cerco estuvo a un tris de caer también.
            Un caballo gordo, que servía en las labores del campo, huyó asustado, buscando refugio en sitio más seguro. Llevaba un cascabel, apenas audible con tanto alboroto. A pesar de su debilidad por los equinos, ni Otto ni Hanzel, ni schnauzer alguno, intentó juguetear con él o seguirlo. Ya se había cumplido el tiempo de las extravagantes jugarretas. Lo dejaron ir.
            Don Chicho vio el bulto pasando al galope pero no identificó de qué se trataba, mas al percibir un sutil efluvio a estiércol, comentó:
            -¡A don Bianco se le fúe il cavallo!
            -¡Qué se vaya él también!- gruñó un perro de aguas impetuoso y peleador.
            -¡Qué se vayan todos!- exigían dos belicosos bull terriers.
            “¡Ladrones! ¡Desvergonzados!”, añadieron los alanos.
            Y los mismos epítetos insultantes se repitieron en varios idiomas: “¡Ladri! ¡Mascalzoni! ¡Thieves! ¡Bastards! ¡Ganavim! ¡Jutzpanim! ¡Hoti! ¡Excroci! ¡Voleurs! ¡Mondaha! ¡Hova’ atâ! ¡Vor-zeodiy! ¡Zluden! ¡Tolvai! ¡Szegyeletlen!”.  Siguiendo su propio código, la jauría de vagabundos canturreaba: “¡Chorros! ¡Hijos de puta! ¡La turra que los parió!”.  Y hasta don Paco, cuyos ascendientes habían conocido la época del franquismo, allá en la península, voceaba: “¡Anarquistas! ¡Esto es anarquía, coño!”.
            Agotada la ira de los primeros momentos, y siempre haciendo alarde de su impetuosidad y extraordinario tamaño, un gran danés ladró: “¡Hay que saltar esa cerca!”.
            Imponiendo su reflexividad, Otto comentó: - Eso no es posible para nosotros. Ni Pierre, que es campeón de salto, está en condiciones de hacerlo. Sólo las aves de rapiña pueden franquearlo, porque vuelan...
            Dotado del equilibrio psíquico justo, y aventajado por la experiencia de sus años, don Chico opinó: - Debemo cuntarnos todos. Come dice il proverbio italiano, “¡la unione hace la forza!”.
            Nadie se animó a retrucarle el origen de ese dicho, pero asintieron en que el anciano can tenía razón. Mas eran muchos los que peleaban por hacer valer sus derechos y, salvo algunos pocos, eran todos extraños.
            -Sí, debemos agruparnos, dejar de lado nuestras razas, nuestros orígenes y formar una sola jauría, con carácter puramente nacional – declaró Boxer, salpicando con saliva a los perros más cercanos debido a su prognatismo exacerbado. –Y, necesitamos líderes- agregó.
            -¿Líderes? ¡No tenemos! - se lamentó un lang haar de pelo áspero.
            -¡Si no hay, debemos formarlos!- arengó un enérgico levesque.
            Un enorme gascón saintongeois, de pelaje blanco puntillado de negro, un rastreador de los llamados de “gran equipo”, sugirió buscar un “perro alfa” entre los canes pastores.
            -Un puli es lo ideal. Su nombre significa “conductor”. Él guiará nuestra jauría- opinó un braco azul de Auvernia.
            Tras un breve conciliábulo, la elección recayó en Marley, un sagaz ejemplar de manto cordado negro. Estaba peinado tipo “erizo” y las tonalidades rubicundas del pelo semejaban pinceladas delineadas al azar sobre su cuerpo.
            Con agudo ingenio, Marley propuso derribar el cerco: -Nos ayudarán los fox terriers y los bassets. Son los mejores cavadores de madrigueras que existan. Horadarán hoyos alrededor de los postes en escasos segundos. Agrandarán las embocaduras con maestría. Separarán la tierra y dejarán al descubierto las bases de los maderos. Y, sin nada que los mantenga firmes, éstos caerán, arrastrando el alambrado con ellos. ¡Vamos! – ordenó. Y guió al piquete, cuyos miembros marchaban como soldados a cumplir servicios extraordinarios.
            Nadie se explicaba cómo podía ver con los ojos tapados por esa maraña de pelos, de la que apenas sobresalían la nariz de hocico redondeado, las orejas perpendiculares y la lengua rojiza y jadeante, emergiendo erecta entre los incisivos acomodados en tijera. Pero Marley no se desvió un milímetro del camino. Tras él marchaban, con la desproporción entre el cuerpo largo y las extremidades cortas, y con el perfil anterior de las orejas bien pegado a las mejillas, los teckels. La punta del esternón saliente, los hocicos rastreando el piso, husmeando con su olfato finísimo, centímetro a centímetro, el camino que recorrían.
            Una gran variedad de terriers, tanto de pelaje liso como de duro: airedale, boerders, bull, cairn, dandie dinmont, irish, kerry blue, lakeland. Manchester, norfolk, norwich, scotish, sea lyham, skye, soft coated wheaten, staffordshire bull; welsh, silky ice’s sky, west higland white y bedlingtons, parecidos a ovejas, también seguían al líder, caminando en zigzag.
            Pero, semejante ejército de rabos erguidos y tibias cortas se vio prácticamente neutralizado por la presencia, en el perímetro interno del campo, de una fila compacta de deutschers schäferhund, ovejeros de manto negro. Seleccionados por su presteza, desenvoltura, vigilancia y sistema nervioso equilibrado, estos perros montaban guardia tras la cerca en línea paralela a la misma. Con tórax profundo, costillas expandidas, dorso bien desarrollado y cuello robusto, esperaban con las bocas abiertas, exhibiendo los poderosos colmillos, prestos a mostrar sus dotes de coraje, combatividad  e intuición en la defensa.
            “¡Rauss! ¡Rauss!”,  ululaban los protectores tratando de intimidar a los recién llegados.
            Los bassets se disponían a cumplir la primera fase de la operación, y se iban acercando. El resto del ejército esperaba en la retaguardia.
            “¡Fuera! ¡Fuera, salchichas inmundas! ¡Aléjense, o acabarán en panchos!”, amenazaron desde adentro con sarcasmo.
            Sin embargo, los teckels no se sintieron humillados. Ellos sabían perfectamente que el mote que aludía al embutido había superado, con creces, la popularidad de sus nombres verdaderos. Pero, también eran conscientes de su rapidez, vivacidad y tamaño, y que podrían ocultarse en pequeños escondrijos donde a los schäferhund les sería imposible entrar. ¡No iban a convertirse en “perros calientes”! ¡No! ¡Si bien eran perros y estaban muy calientes! Calientes por las injusticias, la prepotencia... Sin dudarlo, apuntaron al objetivo.
            -¡Alto!- ordenó Marley. Si se ponen a tiro, los ovejeros los destrozarán.
            -Traigamos una hembrilla en celo para distraerlos- propuso un braco de Borbón de cría.
            -¡Imposible!- argumentó el puli alfa. – Los schäferhund son fieles e incorruptibles.
            Con expresión enérgica y carencia de temor, todos los dogos y los dobermann presentes hicieron amagues de ataque. Los manto negro repelieron del otro lado. Los ladridos se tornaron insoportables. Comenzaron las acciones. Unos empujaban para entrar, otros para salir. El cerco se estremecía. Los “perros de policía” tiraban dentelladas al aire o a blancos móviles. Los dientes y los hocicos se chocaban en los pequeños agujeros perimetrados por el grillado de alambre. Incluso, varios chihuahuas, pasando sus diminutas cabezas  por los paralelogramos metálicos, mordían los garrones de los defensores. Algunos, con los hocicos lastimados, sufrieron de epistaxis. Las gotas de sangre eran engullidas por la tierra sedienta, así como varios trozos de piezas dentarias. La impotencia que acompañaba la furia se descargaba en la cerca que, ahora, se mecía hacia adentro o hacia fuera, de acuerdo a la potencia que le imprimiera una u otra facción.
            El ex don Blanco, Banco tras los incidentes, temeroso por su integridad física, abandonó el predio en su helicóptero. Desde el cielo, observaba con tristeza el espectáculo de la multitud enardecida. Impotente, notaba el agua escurriéndosele entre los dedos sin poder retenerla. Con abulia, canturreaba: “Aserrín, aserrán, los maderos de San Juan. Piden pan no le dan, piden queso le dan hueso y le cortan el... “.  Se estremeció y acalló.
            Mientras tanto, la gravedad de la situación llegó al clímax. Había que preservar la hacienda de la turba enfurecida. Era imperativo ponerle fin a la sedición. Entonces, algunos esbirros del que fuera el “superpoderoso señor” aparecieron en el lugar con escopetas de grueso calibre, efectuando algunos disparos al aire. Este hecho enfureció más aún a defensores y atacantes.
            Sintiéndose también paladín de sus bienes requisados, un bastardo infectado de sarnilla, tras un rosario de insultos, increpó a los ovejeros:
            -¡Imbéciles! Si ustede, en definitiva, están en la misma situación que nosotro ¿por qué carajo los defienden a ellos?
            Un “Cumplimos órdenes”, se perdió entre ladridos, rumbidos y latidos. Uno solo, pues el semblante de los schäferhund se mantenía impertérrito, afrontando ultrajes y acometidas.
            Y el ululato fue amordazado por una serie de disparos. Un olor nauseabundo saturó las moléculas del aire. La humareda gris perturbaba la visión y se derramaron muchas lágrimas, involuntarias unas, de impotencia y estupor otras.
            -¡Retrocedan! ¡Retrocedan! ¡Nosotros no tenemos armas para defendernos!- aullaba el puli alfa.
            Los perros beta trataban de convencer a los gama, éstos a los delta y así, sucesivamente, hasta imponerse con los omega. Pero, al no estar acostumbrados aún a comportarse en grupos organizados, algunos descontrolados continuaron profiriendo improperios, hostigando y destrozando todo lo que encontraban a su paso.
            La refriega dejó bastantes heridos y algunos muertos, víctimas de las balas represoras. Bernardo terminó exhausto de tanto correr prestando ayuda humanitaria. Nunca en su vida había socorrido a semejante cantidad de almas en pena en un solo día, ni agotado el stock de su barrilito de primeros auxilio tantas veces.
            Se inició la desconcentración. Mientras se retiraban, uno de los canes vagabundos, acuciado por el hambre, propuso una idea:
            -¡Uy! ¡Dio! ¡Qué ragú que tengo! ¿Qué les parece si entramo a la carnicería de don Superí y le choreamo algo de morfi?
            Paco saltó indignado: -¡Joder! ¡Amigo! ¿Qué es lo que está sugiriendo? ¿Robarle a un vecino? ¿Robarle al “hombre”? ¿A quien lo considera su mejor amigo?
            -¡Sí! ¿Y, qué hay?
            -¡Usted está loco! Esas no son actitudes de perro, sino de lobos o de humanos inescrupulosos. Entremos y pidámosle. Quizá algo nos dé.
            Cabizbajo y arrepentido el ideólogo siguió al resto.

            Y comenzaron a entregar las primeras raciones de osambre de pollo. Al otro día, a la pequeña Dominique se le clavó una astilla en el paladar. La pobre aullaba de dolor. José María, desesperado, la llevó a la veterinaria. “A excepción de los cartílagos articulares, los huesos de ave son peligrosísimos para estos animalitos. El periostio y el endostio son muy frágiles y se quiebran con suma facilidad”, y, soltando la sin hueso, esta mujer que estaba en los huesos, le dio una lección de huesos. Incluso, le mostró una lámina con un dibujo de una sección longitudinal del húmero con sus diferentes partes. ¡Por fortuna, fue sólo un susto!, pero José María estaba tan indignado que no podía con sus propios huesos, ansiando atrapar a don Banco y no dejarle un hueso sano. ¡Sí! ¡Molerle los huesos!, pese a no ignorar que sería muy duro de roer.
            Y siguiendo con huesos... El accidente de Dominique se hizo público. Nadie quería saber, escuchar o hablar sobre pollos, pavos o plumas. Pero, un cultivador de rosáceas vio su propio negocio. La harina de osamenta era un abono formidable para sus repolludas flores. Él podría canjear esas piezas óseas que todos aborrecían por otras de rumiante pero, por supuesto, el descrédito tenía su costo: cambiaría un hueso vacuno por dos, tres, cuatro, cinco, o más, huesos de pollo. Todo dependería de la demanda. Con presteza, abrió el local con un flamante y tentador cartel: “TRUEQUE OSAMENTA. OVÍPAROS POR MAMÍFEROS Y VICEVERSA”.
            De inmediato hubo largas colas de clientes. Todo el mundo quería desprenderse de esos frágiles bienes y adquirir otros con mejor reputación y mayor solidez, sin importar el precio.
            Don Chicho, como todo jubilado, fue a hacer la fila a las cinco de la mañana, pero ya había personas y animales apostados en el lugar desde la víspera. Al ratito, llegaron don Sánchez y su mascota. Monsieur Lafont y Pierre arribaron a las siete, después del footing matutino.  Cuando aparecieron Mrs. Smith y Mr. Pecket, ya había una multitud. Todos parloteaban con quien tenían al lado, pero ni el Mr. cedió el lugar a su vecina ni ella lo saludó. Mantenían tanta distancia entre sí que un bull terrier lleno de ardor intentó ocupar el espacio vacío. Sólo se amedrentó cuando vio el largo paraguas que la señora inglesa llevaba colgado del brazo, a pesar del sol. Es que nunca había podido olvidar aquella llovizna persistente con la que había convivido durante tantos años. Hablando con sinceridad: ¡calaba los huesos! Esa área volvió a quedar vacía, aunque ella no tuvo en ningún momento intenciones de usarlo para otra cosa que no fuera protegerse de las inclemencias del tiempo, pues adoraba a los animales.
            José María llevaba a Dominique con un nuevo teñido en esta oportunidad: verde shocking. Pero el calor ya comenzaba a apretar.  Subía la temperatura y subía también el precio de los huesos de los  mamíferos. Los rayos solares calentaban de tal modo que Mrs. Smith tuvo que abrir el paraguas y usarlo como sombrilla ¡cosa nunca vista en Inglaterra! Pero, era que su pequeña cocker estaba transpirando tanto que se le habían desarmado los rulos de las orejas. José María, solicitando al que le seguía en la fila que le cuidara el puesto, le pidió permiso a la señora del parasol para ubicar a Dominique en el cono de sombra que proyectaba. Entre la temperatura que irradiaba su cuerpo, el sol y el accidente que había sufrido poco tiempo atrás, la pobrecita estaba muy agitada, y ya comenzaba a desteñírsele el pelo. Mrs. Smith aceptó gustosa compartir la frescura por varios motivos: la maltesa era una perrita fina y muy bien educada y representaba una excelente relación para su cocker y ningún peligro, ya que era una hembrilla; luego, estaba fascinada con la pronunciación inglesa que tenía ese chico y con lo amable que era; y, por último, el más importante: ya que tenía el parasol inclinado hacia delante, el muchacho se interpondría entre ella y ese “protestante” irlandés. Agradeciendo a su dios católico, apostólico y romano, comentó con sorna: “¡Nothing more usefull than an umbrella!
            Se avanzaba con lentitud, milimétricamente. El trueque no era nada sencillo. Había que contar las unidades, pesarlas, calcular el costo y multiplicarlo por el índice inflacionario que generaba tanta demanda. Era necesario controlar la fluctuante cotización de la osamenta de mamíferos a cada rato. Y tan escaso era el capital vacuno disponible, que se entregaba con cuenta gotas, lo que obligaba a los clientes a hacer colas, varias veces, para obtener una cantidad considerable de piezas. Y, sin olvidar las imitaciones. ¡Había tanto hueso de cuero o plástico circulando por allí! No se podía obviar ni el menor detalle.
            Perros y amos iban y venían, comentaban, se quejaban de los aumentos de precio y volvían a ubicarse en la fila, contabilizando cuánto habían perdido o perderían con el recambio.
            Con tanto nervio y calor, a las tres de la tarde, don Sánchez comenzó a experimentar vértigo. Una fugaz lipotimia lo hizo desvanecer. Por fortuna, al desplomarse dio con la cabeza sobre el cuerpo de su fidelísimo bull dog, quien comenzó a lamerle la cara con tanta desesperación y ahínco que el pobre viejo volvió en sí de inmediato. Un miembro de la jauría de vagabundos le propuso reemplazarlo, por algunas horas, a cambio de dos o tres huesillos. Hacía tanto tiempo que no comía que la desesperación le llevaba a esos extremos. Imitándolo, otros canes callejeros también ofrecieron sus servicios por una recompensa ósea. Cuando a la dieciséis y cuarenticinco Mrs. Smith y José María solicitaron relevos para ir a tomar el té y bañar a sus mascotas, la acción y efecto del verbo servir que usaban los postulantes para sustituir a alguien en la fila se cotizaba a diez huesos. Y estaba en alza.
            La entrega de raciones continuó durante todo el verano. Sabiendo que había mucho esqueleto de pollo líquido disponible, las casas de trueque comenzaron a brotar como hongos, diseminando sus esporas en varias sucursales y tratando de hacer su agosto en ese cálido estío. La competencia llegó a límites inverosímiles. Muchos clientes cambiaban en un local y recambiaban en otro, tratando de obtener una escuálida diferencia y recuperar en parte sus ahorros atomizados. Algunos perros, muy ingeniosos, esperaban a la sombra de los arbolitos de las veredas y, al susurro de: “¡Cambio! ¡Cambio!”, obtenían también sus pequeñas ganancias.
            Y, cuando se acabaron las escuetas entregas de huesos de ave, ya ningún alma visitó los terrenos de don Banco ni las casas de trueque. Todo lo que fuera gran negocio acabó por ser ruinas. El viento arrastraba el polvo de los campos desolados y golpeteaba las puertas de los locales abandonados, terminando por derribar el alambrado.  A nadie le importó. Ahorros, trueque, osamenta, todo eso ya era historia, una triste historia del pasado. Cuando, empobrecidos, debilitados, agotados de hacer cola y malgastar sus valiosas horas de vida en quejas e insultos; cuando toda la bronca y angustia contenida afloró; cuando los caracúes remanentes acorralados fueron convertidos inexorablemente en huesos de pollo, cesaron los aullidos, los gruñidos y las injurias. Entonces, se trató de digerir la estomagante  realidad: ¡se había producido la gran estafa del siglo! Se habían incautado inconstitucionalmente los ahorros de miles de criaturas de ese próspero país, un país bendecido por Dios con un manto de riqueza, la que se había esfumado, aspirada por la vorágine del poder y la corrupción, dejándolo estéril como un páramo.
            Los humanos, forjadores de esperanzas, acariciaban la idea de la llegada de un nuevo Mesías para que los redimiera de todos sus pecados, o de un revolucionario que los liberara del caos o, tal vez, de un mago, para que con su varita solucionara de un solo pase todos los problemas. ¡Sueños de humanos, nada más! Los canes, sin creencias religiosas, ni políticas, ni mágicas, nada esperaban. Sólo sabían que el hombre, el que se encontraba en la cima de la jerarquía social, aquel que los consideraba sus mejores amigos, los había defraudado de la forma más vil. Y si se defrauda a un amigo ¿qué queda para el resto? Cualquiera, sin importar la raza a la que perteneciera, se sentía un indefenso chow chow viviendo en Asia, tratando de escapar del filo de los cuchillos de los cocineros.

            Asfixiados por la crisis,  Pierre, Grace y el cocker irlandés volvieron con sus amos a sus países de origen. “No debes defraudar a tu prójimo, y no debes robar. Levítico 19,13”, se le escuchó decir a Mrs. Smith, mientras ascendía enojada por la escalerilla del avión que la llevaría de regreso al lugar donde su paraguas sería imprescindible. Luego, Dominique emigró en brazos de José María a Brasil, en búsqueda de horizontes más amplios. Viven, aproximadamente, al 2001 de la rua 20 do Dezembro. Fifí, en un descuido de su chofer, fue secuestrada y devuelta a casa por una gran suma de dinero.   
            Pero la vida continuó. En la actualidad, don Chicho, como todo anciano, vive de recuerdos. No recuperó ni un fragmento más de huesillo, pero su memoria retroactiva lo hace hablar constantemente de los “verdes” que cree tener enterrados en el gallinero. Don Sánchez y su obediente can tienen el ceño más enfurruñado que nunca, pues la escuálida jubilación apenas les alcanza para sobrevivir. Marley sigue al frente de sus piqueteros, organizándolos y entrenándolos para posibles futuras acciones. Polizei, controlando a los que van y vienen, tratando de cazar alguna buena información. Bernardo, con el barrilito prácticamente vacío, trata de distribuir con gotero las escasas medicinas. Paco, intentando en vano encauzar las vidas de los vagabundos. Boxer, con el prognatismo más exacerbado que nunca, escupe a diestra y siniestra. Hanzel y Otto, debido a su juventud son los que menos sufren. Extrañaron bastante los rulos de Grace, pero se la pasan en la esquina, frente a la casa de Poupé, una collie café con leche, de pelaje largo y sedoso, adorablemente lacio...  El resto, haciendo vida de perros: brindando fidelidad incorruptible, amor desinteresado, buscando algo que comer, y atesorando en su memoria fidedigna todo acto, pues jamás olvidan a quien los mima, jamás olvidan a quien los hiere...
            Y, colorín, colorado, en medio de este bochornoso caos, mi cuento he terminado. Sólo falta aclarar que el atípico país seleccionado para escenario de este relato no es pura fantasía; tampoco lo es la historia. Claro, ustedes dirán: “Puede ser que el lugar exista, mas ¡los perros no hablan!”, lo cual es verdad. Si gustan, pueden cambiar los sustantivos, acaso por otros más humanos. Pero, antes, les sugiero que investiguen las acciones de algunas personas de ese  país y, con toda seguridad, preferirán continuar imaginando que los pichichos conversan.  Yo, en cuestiones de finanzas y política,  mantendré mi opinión al margen. Tina, ¡dejá a ese gato tranquilo! ¡Michi! ¡Michi! ¡Mish! ¡Disculpen! ¡Pero, es que yo también tengo mascotas!
           

    A Thomas Saieg, quien me sugirió abordar el tema del “corralito” con perros.
                                                                                 

                                                                                   CUENTOS PREMIADOS 
                                                                                    EDITORIAL CIEN - 2003 

"Sobre el cerco"  - MONICA GOETZE 

"Cerca blanca" MARTA E. YGLESIAS PIZA
"Perros"  - ENRIQUE LORO

BOTIN DE GUERRA


Transcurría el año 1519 de Nuestro Señor. En el corazón geográfico de esa aún ignota América, reinaba Moctezuma II, apodado Xocoyotzin, quien fue entronizado y divinizado como Tlatecuhtli, [1] mucho tiempo antes.
            Los tiránicos y sanguinarios dioses Huitzilopochtly y Tlaloc compartían, ufanos y poderosos, el altar del Templo Mayor; no habían llegado todavía los otros dioses  -los blancos- que resultarían ser aún más tiránicos, más sanguinarios y más poderosos; pero ya no estaban allende el mar, sino a escasa distancia.
            Los días eran soberbios en esos lares. El sol salpicaba de rayos dorados las escalonadas pirámides, mientras Quetzalcoátl, la Serpiente Emplumada, custodiaba con vanidad los portales de los templos, siendo reemplazada, puntualmente cada noche, por su hermano gemelo Xolotl.
            Al oscurecer, las sombras borraban las manchas de sangre de las piedras de los sacrificios y, el reposo, el cansancio de los hombres. Relajaban sus músculos los labradores; soñaban con esplendorosas victorias y grandes honores los militares. Los sacerdotes, desvelados por deseos y amores imposibles, intentaban purificarse flagelándose, clavándose en las partes anhelantes de sus cuerpos las dolorosas espinas de maguey; mientras Moctezuma –el gran soberano- navegaba en mares de chocolate y afrodisíacos, y naufragaba, con el alba, en exóticas playas de lujuria y placer.
            Pero, en aquellos cálidos parajes, los dioses solares habían sembrado semillas de oro, otorgando a sus pobladores la habilidad de cultivarlas y cosecharlas. Mas habían enquistado en sus corazones enormes ansias de “poder”. Mientras tanto, aquel rebelde y siniestro ángel caído, que los extranjeros traían a la sombra de la Cruz desde el otro lado del océano, les iba emponzoñando también la sangre con el  mismo veneno. El único antídoto disponible era la recolección de esos auránticos frutos... Por lo tanto, dos valores se disponían a bailotear una macabra danza en ese período histórico, y palpitarían en comunión cósmica tanto en las sienes cetrinas como en las albas: oro y conquista. 
            Oro; el color oro brillaba por doquier, en las maduras mazorcas de maíz y en sus despeinados penachos, en las orejeras y colgantes de la realeza, en la faz y cabellera del sol. Oro; ofrenda para Emperador e ídolos; codicia para los dioses blancos.
            Era el Azteca un Imperio pujante, rico y poderoso, guerrero y conquistador hasta la médula.  Pero, la conquista, era también la ambición de los hombres de piel clara; era un cometa de larga y luminosa cola que guiaba la ruta del europeo
 –hambriento de riquezas- por los senderos inexistentes de esas selvas impenetrables, desafiando lluvias, barro, calor, alimañas, fuerzas, todo.
            Siguiendo la misma premisa, pero sin imaginar siquiera el nefasto futuro que lo acechaba, Moctezuma acariciaba un sueño imposible: Tlascala, y su lucero lo guiaba también, infructuosamente, a esa inexpugnable ciudad.  A varios intentos de conquista le siguieron igual cantidad de derrotas. Tlascala continuaba allí, cual fortaleza infranqueable, intacta. Y, como el Tlatecuhtli era, además, un dios, todos sus deseos debían materializarse, por lo tanto, en esos días, se estaban ultimando los detalles para otro ataque a esa rebelde ciudad.    
            Los teachcauh trabajaban sin descanso. Las telpochcallis vomitaban guerreros expertos y los arsenales, armas. El tlacochcalco rebalsaba de dardos ansiosos de volar por los aires y hacer blanco certero en el enemigo. Sus propulsores también parecían acumular energías para el mismo evento.
            Preparándose para la guerra, los Caballeros Tigre se engalanaban con hermosas pieles de ocelotes; los Caballeros Águila acomodaban las espléndidas plumas de sus tocados y las gemas de sus escudos acolchados con algodón, mientras las divisiones inferiores –los guerreros- coloreaban primorosamente sus cuerpos y aprestaban cientos de vituallas.
            Se planeaban estratagemas y emboscadas, se discutían luchas cuerpo a cuerpo, pero la consigna era siempre la misma: “NO MATAR, sino CAPTURAR enemigos”, porque rango y prestigio derivaba de su número.
            Los preparativos concluyeron y partió el ejército llevando consigo pertrechos y anhelos, y con ellos iba también la esperanza de victoria de Xocoyotzin. Y anduvieron transitando los ya frecuentados caminos, que fueron en varias oportunidades mudos testigos de sus sueños y derrotas y, tras algunos días de marcha, llegaron por fin a las puertas de la adormilada ciudad.
Entretanto, muy cerca de allí, un par de familias tlascaltecas, comenzaban a celebrar la boda de dos bellos adolescentes: Suichisitly y Minipochtly. Y, mientras los guerreros de la vecina confederación Tenochtitlán-Tezcoco-Tlacopán invadían su aldea y atacaban, con la misma voracidad de un hormiguero, los dos jóvenes eran conducidos por los parientes a su futuro hogar, en devota procesión, iluminando sus pasos con la luz del fuego de teas encendidas.  Una vez en la casa, y prosiguiendo con el ritual, la pareja tomó asiento sobre una estera y el sacerdote ató las puntas de sus respectivos mantos, simbolizando así la unión. Y ya habían comenzado las oraciones, y se disponían a iniciar un ayuno de cuatro días, sin poder imaginar siquiera que su matrimonio jamás sería consumado.
            Atraída por las luces de las antorchas, una unidad guerrera azteca, llegó hasta la choza donde se celebraba la boda, y capturó, sin mayor esfuerzo, a los novios y a sus respectivos familiares. La sorpresa dejó estupefactos a contrayentes y festejantes; ni siquiera ofrecieron resistencia.
            Una vez fuera del recinto, mientras se los llevaban apersogados, pudieron percibir los toques de alarma de las caracolas y, algo distantes, los gritos; luego, el fragor de la batalla...
            Pero la defensa de la ciudad obró oportuna y eficientemente y, en pocas horas, consiguió repeler a los atacantes. Hubo muchos heridos, guerreros muertos por doquier, y escasos prisioneros: sólo los participantes de la boda.
            Tras otra invasión abortada, los soldados de Moctezuma retornaron a Tenochtitlán, arrastrando sus fatigadas sandalias por los caminos polvorientos, transportando vituallas, heridos, la derrota y su escaso botín humano.
            Los prisioneros fueron encerrados en una afótica choza para ser catalogados para su distribución: para la venta en el mercado local en calidad de esclavos o para ser sacrificados a los dioses.  Suichisitly rogaba con afán ser comprada por el mismo amo que el esposo y, a pesar del dolor que le causaba la idea de la esclavitud a perpetuidad, siempre era preferible a la de la muerte. Sabía que sus vidas pendían de un hilo, pero lo que no sabía era que, para su desgracia, el ovillo estaba en manos del mismísimo Xocoyotzin.
            Ni oro, ni lujos, ni placeres... nada, nada lograba paliar la furia del perdedor, del divino Tlatecuhtli Moctezuma. Tlascala se había convertido en una terrible pesadilla, por lo tanto, ordenó que todos los prisioneros fueran sacrificados, sin excepción, en honor a Huitzilopochtly, la deidad de la guerra. La ceremonia se llevaría a cabo en el Gran Teocalli, allí, en la misma morada del gran dios burlado, en el corazón de la isla. La fecha fue fijada para el 6 Miquiztli, cuando el sol estuviera en el cenit, y el acto tendría carácter de fiesta pública.


            Y el día escogido para el sacrificio llegó, irremediablemente. La ciudad capital del Imperio, la amurallada Tenochtitlán, abrió sus puertas, famélicas de transeúntes, desde muy temprano. Cientos de veleros, canoas y balsas, cruzaban sin descanso el lago Tezcoco llevando súbditos a la isla. Las cuatro avenidas principales, Tepeyac, Coyoacán, Ixtapalapa y Tlacopán, estaban atestadas de público. Por ella llegaban los pochtecas, olvidando por esa jornada mercado y trueque. Marchaban en grupos, exhibiendo con orgullo bastones y abanicos de multicolores plumas, ricamente labrados por los artistas amantecas. Soberbios y adornados piles y sencillos macehuales se dirigían, también, a Tenochtitlán.
            El magnífico Tlatecuhtli Moctezuma, abandonando el lujo esplendoroso de su palacio, los estanques y las miles de aves acuáticas, llegó transportado en su litera, mientras los irrespetuosos rayos del sol eran interceptados, a su paso, por el dosel de hermosas plumas, oro y pedrerías que enarbolaban sobre su cabeza otros altos dignatarios. Allá, muy alto, ciñendo su altiva frente, resplandecía la diadema imperial, tachonada de preciosas gemas. Allá, muy abajo, eran extendidas, una a una, las delicadas mantas de algodón, para que su divino pie, más delicado aún, no se mancillara al contacto directo con el suelo. Al verlo aproximarse, sus súbditos, sin distinción de clases, se apartaban abriéndole camino, quitándose el calzado y agachando las cabezas, en señal de humilde subordinación.

            Comenzó la abominable ceremonia. Un intenso olor a copal fluía de los incensarios de terracota y se diseminaba por el aire caliente del mediodía, con la misma rapidez que se difundía el licor pulque y la embriaguez entre los asistentes.
            Los prisioneros fueron llevados a lo alto de la sanguinaria pirámide, trepando con esfuerzo por la empinada escalinata bordeada de alfardas. A medida que iban llegando a la plataforma, los sacrificadores los despachaban a la muerte con premura, uno a uno, para gozo de Huitzilopochtly. Suichisitly y Minipochtly eran los últimos de la fila, y aún continuaban unidos por sus mantos, sus manos y sus almas.
            Llegó el turno de la infortunada pareja. Ambos fueron despojados de sus ropas y acostados de espalda sobre las yertas estelas. Ocho teopixques, engalanados con los atributos de sus ídolos, les sujetaron los brazos y las piernas. Otros dos sacerdotes se les aproximaron, mientras la pétrea copa de los sacrificios esperaba sedienta la cálida sangre de las víctimas, que en minutos más serían inmoladas.
            A modo de despedida, Suichisitly, entre terror y lágrimas le gritó a Minipochtly que lo amaba. El joven, embotado por el dolor y la impotencia, apenas pudo retribuirle el gesto.
            Sincronizadamente, los sacrificadores elevaron los filosos cuchillos de pedernal, pero un intempestivo murmullo que se convirtió en clamor interrumpió el solemne acto. ¡Los barbados dioses de piel clara habían regresado, y estaban muy cerca de allí! ¡Los mismos habitantes de Tlascala, sus inconquistables vecinos, los estaban guiando hacia Tenochtitlán!
            La confusión y la sorpresa paralizaron a la muchedumbre. Con sangre fría y apremiado por la estupenda noticia, Moctezuma ordenó que prosiguieran los sacrificios y que la ceremonia terminara cuanto antes.
            Bajaron los cuchillos, y los clavaron con brusquedad en los pechos de los jóvenes. Se percibió un tosco ruido de costillas quebradas. Tras escarbar un rato, los victimarios extrajeron los corazones y, palpitantes aún, los elevaron, entre los vítores de la plebe y el placer de los dioses. Luego, los órganos fueron depositados en las vasijas de las ofrendas y, tras rociarlos con pulque, se les prendió fuego. Negras y entrecortadas volutas de humo ascendieron al cielo.
            De repente, un movimiento extraño se produjo dentro de los recipientes. A continuación, una miríada de ceniza salpicó el piso de piedra y, en presencia de dioses, Emperador, sacerdotes, plebe y nobleza, los ardientes corazones se transformaron en dos hermosos quetzales y, dejando caer algunos plumones verduscos a los pies de Moctezuma, remontaron vuelo, airosos. Revolotearon algunos minutos sobre el Gran Teocalli, y se alejaron juntos, rumbo a Tlascala...


APÉNDICE



XOCOYOTZIN: apodo que significa “el joven”
TLATECUHTLI: Emperador
HUITZILOPOCHTLY: dios azteca de la guerra
TLALOC: dios de la lluvia
QUETZALCÓATL: dios de la vida y de los gemelos
TEACHCAUH: jefe militar
TELPOCHCALLIS: escuelas militares
TLACOCHCALCO: depósito de dardos
MIQUIZTLI: día del calendario azteca
POCHTECAS: mercaderes
AMANTECAS: artesanos que trabajaban las plumas
PILES: señores
MACECHUALES: gente común de pueblo
PULQUE: bebida ritual
TEOPIXQUES: sacerdotes
QUETZAL: Ave de hermoso plumaje


                                                                CUENTOS PREMIADOS

                                                                 EDITORIAL CIEN - 2003 





"Muerte de Sardanápalo". EUGENE DELACROIX

"Alianza entre Tlaxcala y el ejército de Cortés. Mural del Palacio de Gobierno de Tlascala

"Conquista de América" DIEGO RIVERA - mural
                                                                



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