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jueves, 3 de enero de 2013

BOTIN DE GUERRA


Transcurría el año 1519 de Nuestro Señor. En el corazón geográfico de esa aún ignota América, reinaba Moctezuma II, apodado Xocoyotzin, quien fue entronizado y divinizado como Tlatecuhtli, [1] mucho tiempo antes.
            Los tiránicos y sanguinarios dioses Huitzilopochtly y Tlaloc compartían, ufanos y poderosos, el altar del Templo Mayor; no habían llegado todavía los otros dioses  -los blancos- que resultarían ser aún más tiránicos, más sanguinarios y más poderosos; pero ya no estaban allende el mar, sino a escasa distancia.
            Los días eran soberbios en esos lares. El sol salpicaba de rayos dorados las escalonadas pirámides, mientras Quetzalcoátl, la Serpiente Emplumada, custodiaba con vanidad los portales de los templos, siendo reemplazada, puntualmente cada noche, por su hermano gemelo Xolotl.
            Al oscurecer, las sombras borraban las manchas de sangre de las piedras de los sacrificios y, el reposo, el cansancio de los hombres. Relajaban sus músculos los labradores; soñaban con esplendorosas victorias y grandes honores los militares. Los sacerdotes, desvelados por deseos y amores imposibles, intentaban purificarse flagelándose, clavándose en las partes anhelantes de sus cuerpos las dolorosas espinas de maguey; mientras Moctezuma –el gran soberano- navegaba en mares de chocolate y afrodisíacos, y naufragaba, con el alba, en exóticas playas de lujuria y placer.
            Pero, en aquellos cálidos parajes, los dioses solares habían sembrado semillas de oro, otorgando a sus pobladores la habilidad de cultivarlas y cosecharlas. Mas habían enquistado en sus corazones enormes ansias de “poder”. Mientras tanto, aquel rebelde y siniestro ángel caído, que los extranjeros traían a la sombra de la Cruz desde el otro lado del océano, les iba emponzoñando también la sangre con el  mismo veneno. El único antídoto disponible era la recolección de esos auránticos frutos... Por lo tanto, dos valores se disponían a bailotear una macabra danza en ese período histórico, y palpitarían en comunión cósmica tanto en las sienes cetrinas como en las albas: oro y conquista. 
            Oro; el color oro brillaba por doquier, en las maduras mazorcas de maíz y en sus despeinados penachos, en las orejeras y colgantes de la realeza, en la faz y cabellera del sol. Oro; ofrenda para Emperador e ídolos; codicia para los dioses blancos.
            Era el Azteca un Imperio pujante, rico y poderoso, guerrero y conquistador hasta la médula.  Pero, la conquista, era también la ambición de los hombres de piel clara; era un cometa de larga y luminosa cola que guiaba la ruta del europeo
 –hambriento de riquezas- por los senderos inexistentes de esas selvas impenetrables, desafiando lluvias, barro, calor, alimañas, fuerzas, todo.
            Siguiendo la misma premisa, pero sin imaginar siquiera el nefasto futuro que lo acechaba, Moctezuma acariciaba un sueño imposible: Tlascala, y su lucero lo guiaba también, infructuosamente, a esa inexpugnable ciudad.  A varios intentos de conquista le siguieron igual cantidad de derrotas. Tlascala continuaba allí, cual fortaleza infranqueable, intacta. Y, como el Tlatecuhtli era, además, un dios, todos sus deseos debían materializarse, por lo tanto, en esos días, se estaban ultimando los detalles para otro ataque a esa rebelde ciudad.    
            Los teachcauh trabajaban sin descanso. Las telpochcallis vomitaban guerreros expertos y los arsenales, armas. El tlacochcalco rebalsaba de dardos ansiosos de volar por los aires y hacer blanco certero en el enemigo. Sus propulsores también parecían acumular energías para el mismo evento.
            Preparándose para la guerra, los Caballeros Tigre se engalanaban con hermosas pieles de ocelotes; los Caballeros Águila acomodaban las espléndidas plumas de sus tocados y las gemas de sus escudos acolchados con algodón, mientras las divisiones inferiores –los guerreros- coloreaban primorosamente sus cuerpos y aprestaban cientos de vituallas.
            Se planeaban estratagemas y emboscadas, se discutían luchas cuerpo a cuerpo, pero la consigna era siempre la misma: “NO MATAR, sino CAPTURAR enemigos”, porque rango y prestigio derivaba de su número.
            Los preparativos concluyeron y partió el ejército llevando consigo pertrechos y anhelos, y con ellos iba también la esperanza de victoria de Xocoyotzin. Y anduvieron transitando los ya frecuentados caminos, que fueron en varias oportunidades mudos testigos de sus sueños y derrotas y, tras algunos días de marcha, llegaron por fin a las puertas de la adormilada ciudad.
Entretanto, muy cerca de allí, un par de familias tlascaltecas, comenzaban a celebrar la boda de dos bellos adolescentes: Suichisitly y Minipochtly. Y, mientras los guerreros de la vecina confederación Tenochtitlán-Tezcoco-Tlacopán invadían su aldea y atacaban, con la misma voracidad de un hormiguero, los dos jóvenes eran conducidos por los parientes a su futuro hogar, en devota procesión, iluminando sus pasos con la luz del fuego de teas encendidas.  Una vez en la casa, y prosiguiendo con el ritual, la pareja tomó asiento sobre una estera y el sacerdote ató las puntas de sus respectivos mantos, simbolizando así la unión. Y ya habían comenzado las oraciones, y se disponían a iniciar un ayuno de cuatro días, sin poder imaginar siquiera que su matrimonio jamás sería consumado.
            Atraída por las luces de las antorchas, una unidad guerrera azteca, llegó hasta la choza donde se celebraba la boda, y capturó, sin mayor esfuerzo, a los novios y a sus respectivos familiares. La sorpresa dejó estupefactos a contrayentes y festejantes; ni siquiera ofrecieron resistencia.
            Una vez fuera del recinto, mientras se los llevaban apersogados, pudieron percibir los toques de alarma de las caracolas y, algo distantes, los gritos; luego, el fragor de la batalla...
            Pero la defensa de la ciudad obró oportuna y eficientemente y, en pocas horas, consiguió repeler a los atacantes. Hubo muchos heridos, guerreros muertos por doquier, y escasos prisioneros: sólo los participantes de la boda.
            Tras otra invasión abortada, los soldados de Moctezuma retornaron a Tenochtitlán, arrastrando sus fatigadas sandalias por los caminos polvorientos, transportando vituallas, heridos, la derrota y su escaso botín humano.
            Los prisioneros fueron encerrados en una afótica choza para ser catalogados para su distribución: para la venta en el mercado local en calidad de esclavos o para ser sacrificados a los dioses.  Suichisitly rogaba con afán ser comprada por el mismo amo que el esposo y, a pesar del dolor que le causaba la idea de la esclavitud a perpetuidad, siempre era preferible a la de la muerte. Sabía que sus vidas pendían de un hilo, pero lo que no sabía era que, para su desgracia, el ovillo estaba en manos del mismísimo Xocoyotzin.
            Ni oro, ni lujos, ni placeres... nada, nada lograba paliar la furia del perdedor, del divino Tlatecuhtli Moctezuma. Tlascala se había convertido en una terrible pesadilla, por lo tanto, ordenó que todos los prisioneros fueran sacrificados, sin excepción, en honor a Huitzilopochtly, la deidad de la guerra. La ceremonia se llevaría a cabo en el Gran Teocalli, allí, en la misma morada del gran dios burlado, en el corazón de la isla. La fecha fue fijada para el 6 Miquiztli, cuando el sol estuviera en el cenit, y el acto tendría carácter de fiesta pública.


            Y el día escogido para el sacrificio llegó, irremediablemente. La ciudad capital del Imperio, la amurallada Tenochtitlán, abrió sus puertas, famélicas de transeúntes, desde muy temprano. Cientos de veleros, canoas y balsas, cruzaban sin descanso el lago Tezcoco llevando súbditos a la isla. Las cuatro avenidas principales, Tepeyac, Coyoacán, Ixtapalapa y Tlacopán, estaban atestadas de público. Por ella llegaban los pochtecas, olvidando por esa jornada mercado y trueque. Marchaban en grupos, exhibiendo con orgullo bastones y abanicos de multicolores plumas, ricamente labrados por los artistas amantecas. Soberbios y adornados piles y sencillos macehuales se dirigían, también, a Tenochtitlán.
            El magnífico Tlatecuhtli Moctezuma, abandonando el lujo esplendoroso de su palacio, los estanques y las miles de aves acuáticas, llegó transportado en su litera, mientras los irrespetuosos rayos del sol eran interceptados, a su paso, por el dosel de hermosas plumas, oro y pedrerías que enarbolaban sobre su cabeza otros altos dignatarios. Allá, muy alto, ciñendo su altiva frente, resplandecía la diadema imperial, tachonada de preciosas gemas. Allá, muy abajo, eran extendidas, una a una, las delicadas mantas de algodón, para que su divino pie, más delicado aún, no se mancillara al contacto directo con el suelo. Al verlo aproximarse, sus súbditos, sin distinción de clases, se apartaban abriéndole camino, quitándose el calzado y agachando las cabezas, en señal de humilde subordinación.

            Comenzó la abominable ceremonia. Un intenso olor a copal fluía de los incensarios de terracota y se diseminaba por el aire caliente del mediodía, con la misma rapidez que se difundía el licor pulque y la embriaguez entre los asistentes.
            Los prisioneros fueron llevados a lo alto de la sanguinaria pirámide, trepando con esfuerzo por la empinada escalinata bordeada de alfardas. A medida que iban llegando a la plataforma, los sacrificadores los despachaban a la muerte con premura, uno a uno, para gozo de Huitzilopochtly. Suichisitly y Minipochtly eran los últimos de la fila, y aún continuaban unidos por sus mantos, sus manos y sus almas.
            Llegó el turno de la infortunada pareja. Ambos fueron despojados de sus ropas y acostados de espalda sobre las yertas estelas. Ocho teopixques, engalanados con los atributos de sus ídolos, les sujetaron los brazos y las piernas. Otros dos sacerdotes se les aproximaron, mientras la pétrea copa de los sacrificios esperaba sedienta la cálida sangre de las víctimas, que en minutos más serían inmoladas.
            A modo de despedida, Suichisitly, entre terror y lágrimas le gritó a Minipochtly que lo amaba. El joven, embotado por el dolor y la impotencia, apenas pudo retribuirle el gesto.
            Sincronizadamente, los sacrificadores elevaron los filosos cuchillos de pedernal, pero un intempestivo murmullo que se convirtió en clamor interrumpió el solemne acto. ¡Los barbados dioses de piel clara habían regresado, y estaban muy cerca de allí! ¡Los mismos habitantes de Tlascala, sus inconquistables vecinos, los estaban guiando hacia Tenochtitlán!
            La confusión y la sorpresa paralizaron a la muchedumbre. Con sangre fría y apremiado por la estupenda noticia, Moctezuma ordenó que prosiguieran los sacrificios y que la ceremonia terminara cuanto antes.
            Bajaron los cuchillos, y los clavaron con brusquedad en los pechos de los jóvenes. Se percibió un tosco ruido de costillas quebradas. Tras escarbar un rato, los victimarios extrajeron los corazones y, palpitantes aún, los elevaron, entre los vítores de la plebe y el placer de los dioses. Luego, los órganos fueron depositados en las vasijas de las ofrendas y, tras rociarlos con pulque, se les prendió fuego. Negras y entrecortadas volutas de humo ascendieron al cielo.
            De repente, un movimiento extraño se produjo dentro de los recipientes. A continuación, una miríada de ceniza salpicó el piso de piedra y, en presencia de dioses, Emperador, sacerdotes, plebe y nobleza, los ardientes corazones se transformaron en dos hermosos quetzales y, dejando caer algunos plumones verduscos a los pies de Moctezuma, remontaron vuelo, airosos. Revolotearon algunos minutos sobre el Gran Teocalli, y se alejaron juntos, rumbo a Tlascala...


APÉNDICE



XOCOYOTZIN: apodo que significa “el joven”
TLATECUHTLI: Emperador
HUITZILOPOCHTLY: dios azteca de la guerra
TLALOC: dios de la lluvia
QUETZALCÓATL: dios de la vida y de los gemelos
TEACHCAUH: jefe militar
TELPOCHCALLIS: escuelas militares
TLACOCHCALCO: depósito de dardos
MIQUIZTLI: día del calendario azteca
POCHTECAS: mercaderes
AMANTECAS: artesanos que trabajaban las plumas
PILES: señores
MACECHUALES: gente común de pueblo
PULQUE: bebida ritual
TEOPIXQUES: sacerdotes
QUETZAL: Ave de hermoso plumaje


                                                                CUENTOS PREMIADOS

                                                                 EDITORIAL CIEN - 2003 





"Muerte de Sardanápalo". EUGENE DELACROIX

"Alianza entre Tlaxcala y el ejército de Cortés. Mural del Palacio de Gobierno de Tlascala

"Conquista de América" DIEGO RIVERA - mural
                                                                



2 comentarios:

  1. felecitaciones Bruna un cuento muy ispirado, muy visual... me hizo viajar en el tiempo,excelente como siempre,
    merecido el premio.

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