Transcurría el año 1519 de
Nuestro Señor. En el corazón geográfico de esa aún ignota América, reinaba
Moctezuma II, apodado Xocoyotzin,
quien fue entronizado y divinizado como Tlatecuhtli,
[1] mucho
tiempo antes.
Los
tiránicos y sanguinarios dioses Huitzilopochtly
y Tlaloc compartían, ufanos y
poderosos, el altar del Templo Mayor; no habían llegado todavía los otros
dioses -los blancos- que resultarían ser
aún más tiránicos, más sanguinarios y más poderosos; pero ya no estaban allende
el mar, sino a escasa distancia.
Los
días eran soberbios en esos lares. El sol salpicaba de rayos dorados las
escalonadas pirámides, mientras Quetzalcoátl,
la Serpiente Emplumada, custodiaba
con vanidad los portales de los templos, siendo reemplazada, puntualmente cada
noche, por su hermano gemelo Xolotl.
Al
oscurecer, las sombras borraban las manchas de sangre de las piedras de los
sacrificios y, el reposo, el cansancio de los hombres. Relajaban sus músculos
los labradores; soñaban con esplendorosas victorias y grandes honores los
militares. Los sacerdotes, desvelados por deseos y amores imposibles,
intentaban purificarse flagelándose, clavándose en las partes anhelantes de sus
cuerpos las dolorosas espinas de maguey;
mientras Moctezuma –el gran soberano- navegaba en mares de chocolate y
afrodisíacos, y naufragaba, con el alba, en exóticas playas de lujuria y
placer.
Pero,
en aquellos cálidos parajes, los dioses solares habían sembrado semillas de
oro, otorgando a sus pobladores la habilidad de cultivarlas y cosecharlas. Mas
habían enquistado en sus corazones enormes ansias de “poder”. Mientras tanto,
aquel rebelde y siniestro ángel caído, que los extranjeros traían a la sombra
de la Cruz desde el otro lado del océano, les iba emponzoñando también la sangre
con el mismo veneno. El único antídoto
disponible era la recolección de esos auránticos frutos... Por lo tanto, dos
valores se disponían a bailotear una macabra danza en ese período histórico, y
palpitarían en comunión cósmica tanto en las sienes cetrinas como en las albas:
oro y conquista.
Oro; el color oro
brillaba por doquier, en las maduras mazorcas de maíz y en sus despeinados
penachos, en las orejeras y colgantes de la realeza, en la faz y cabellera del
sol. Oro; ofrenda para Emperador e ídolos; codicia para los dioses blancos.
Era
el Azteca un Imperio pujante, rico y poderoso, guerrero y conquistador hasta la
médula. Pero, la conquista, era también
la ambición de los hombres de piel clara; era un cometa de larga y luminosa
cola que guiaba la ruta del europeo
–hambriento de riquezas- por los senderos
inexistentes de esas selvas impenetrables, desafiando lluvias, barro, calor,
alimañas, fuerzas, todo.
Siguiendo
la misma premisa, pero sin imaginar siquiera el nefasto futuro que lo acechaba,
Moctezuma acariciaba un sueño imposible: Tlascala,
y su lucero lo guiaba también, infructuosamente, a esa inexpugnable
ciudad. A varios intentos de conquista
le siguieron igual cantidad de derrotas. Tlascala
continuaba allí, cual fortaleza infranqueable, intacta. Y, como el Tlatecuhtli era, además, un dios, todos
sus deseos debían materializarse, por lo tanto, en esos días, se estaban
ultimando los detalles para otro ataque a esa rebelde ciudad.
Los
teachcauh trabajaban sin descanso.
Las telpochcallis vomitaban guerreros
expertos y los arsenales, armas. El tlacochcalco
rebalsaba de dardos ansiosos de volar por los aires y hacer blanco certero en
el enemigo. Sus propulsores también parecían acumular energías para el mismo
evento.
Preparándose
para la guerra, los Caballeros Tigre se engalanaban con hermosas pieles de
ocelotes; los Caballeros Águila acomodaban las espléndidas plumas de sus
tocados y las gemas de sus escudos acolchados con algodón, mientras las
divisiones inferiores –los guerreros- coloreaban primorosamente sus cuerpos y
aprestaban cientos de vituallas.
Se
planeaban estratagemas y emboscadas, se discutían luchas cuerpo a cuerpo, pero
la consigna era siempre la misma: “NO MATAR, sino CAPTURAR enemigos”, porque
rango y prestigio derivaba de su número.
Los
preparativos concluyeron y partió el ejército llevando consigo pertrechos y
anhelos, y con ellos iba también la esperanza de victoria de Xocoyotzin. Y anduvieron transitando los
ya frecuentados caminos, que fueron en varias oportunidades mudos testigos de
sus sueños y derrotas y, tras algunos días de marcha, llegaron por fin a las
puertas de la adormilada ciudad.
Entretanto,
muy cerca de allí, un par de familias tlascaltecas, comenzaban a celebrar la
boda de dos bellos adolescentes: Suichisitly y Minipochtly. Y, mientras los
guerreros de la vecina confederación Tenochtitlán-Tezcoco-Tlacopán
invadían su aldea y atacaban, con la misma voracidad de un hormiguero, los dos
jóvenes eran conducidos por los parientes a su futuro hogar, en devota procesión,
iluminando sus pasos con la luz del fuego de teas encendidas. Una vez en la casa, y prosiguiendo con el
ritual, la pareja tomó asiento sobre una estera y el sacerdote ató las puntas
de sus respectivos mantos, simbolizando así la unión. Y ya habían comenzado las
oraciones, y se disponían a iniciar un ayuno de cuatro días, sin poder imaginar
siquiera que su matrimonio jamás sería consumado.
Atraída
por las luces de las antorchas, una unidad guerrera azteca, llegó hasta la
choza donde se celebraba la boda, y capturó, sin mayor esfuerzo, a los novios y
a sus respectivos familiares. La sorpresa dejó estupefactos a contrayentes y
festejantes; ni siquiera ofrecieron resistencia.
Una
vez fuera del recinto, mientras se los llevaban apersogados, pudieron percibir
los toques de alarma de las caracolas y, algo distantes, los gritos; luego, el
fragor de la batalla...
Pero
la defensa de la ciudad obró oportuna y eficientemente y, en pocas horas,
consiguió repeler a los atacantes. Hubo muchos heridos, guerreros muertos por
doquier, y escasos prisioneros: sólo los participantes de la boda.
Tras
otra invasión abortada, los soldados de Moctezuma retornaron a Tenochtitlán, arrastrando sus fatigadas
sandalias por los caminos polvorientos, transportando vituallas, heridos, la
derrota y su escaso botín humano.
Los
prisioneros fueron encerrados en una afótica choza para ser catalogados para su
distribución: para la venta en el mercado local en calidad de esclavos o para
ser sacrificados a los dioses.
Suichisitly rogaba con afán ser comprada por el mismo amo que el esposo
y, a pesar del dolor que le causaba la idea de la esclavitud a perpetuidad,
siempre era preferible a la de la muerte. Sabía que sus vidas pendían de un
hilo, pero lo que no sabía era que, para su desgracia, el ovillo estaba en
manos del mismísimo Xocoyotzin.
Ni
oro, ni lujos, ni placeres... nada, nada lograba paliar la furia del perdedor,
del divino Tlatecuhtli Moctezuma. Tlascala se había convertido en una
terrible pesadilla, por lo tanto, ordenó que todos los prisioneros fueran
sacrificados, sin excepción, en honor a Huitzilopochtly,
la deidad de la guerra. La ceremonia se llevaría a cabo en el Gran Teocalli, allí, en la misma morada
del gran dios burlado, en el corazón de la isla. La fecha fue fijada para el 6 Miquiztli, cuando el sol estuviera en el
cenit, y el acto tendría carácter de fiesta pública.
Y
el día escogido para el sacrificio llegó, irremediablemente. La ciudad capital
del Imperio, la amurallada Tenochtitlán,
abrió sus puertas, famélicas de transeúntes, desde muy temprano. Cientos de
veleros, canoas y balsas, cruzaban sin descanso el lago Tezcoco llevando súbditos a la isla. Las cuatro avenidas
principales, Tepeyac, Coyoacán,
Ixtapalapa y Tlacopán, estaban atestadas de público. Por ella llegaban los pochtecas, olvidando por esa jornada
mercado y trueque. Marchaban en grupos, exhibiendo con orgullo bastones y
abanicos de multicolores plumas, ricamente labrados por los artistas amantecas. Soberbios y adornados piles y sencillos macehuales se dirigían, también, a Tenochtitlán.
El
magnífico Tlatecuhtli Moctezuma, abandonando el lujo esplendoroso de su
palacio, los estanques y las miles de aves acuáticas, llegó transportado en su
litera, mientras los irrespetuosos rayos del sol eran interceptados, a su paso,
por el dosel de hermosas plumas, oro y pedrerías que enarbolaban sobre su
cabeza otros altos dignatarios. Allá, muy alto, ciñendo su altiva frente,
resplandecía la diadema imperial, tachonada de preciosas gemas. Allá, muy
abajo, eran extendidas, una a una, las delicadas mantas de algodón, para que su
divino pie, más delicado aún, no se mancillara al contacto directo con el
suelo. Al verlo aproximarse, sus súbditos, sin distinción de clases, se
apartaban abriéndole camino, quitándose el calzado y agachando las cabezas, en
señal de humilde subordinación.
Comenzó
la abominable ceremonia. Un intenso olor a copal
fluía de los incensarios de terracota y se diseminaba por el aire caliente
del mediodía, con la misma rapidez que se difundía el licor pulque y la embriaguez entre los
asistentes.
Los
prisioneros fueron llevados a lo alto de la sanguinaria pirámide, trepando con
esfuerzo por la empinada escalinata bordeada de alfardas. A medida que iban
llegando a la plataforma, los sacrificadores los despachaban a la muerte con
premura, uno a uno, para gozo de Huitzilopochtly.
Suichisitly y Minipochtly eran los últimos de la fila, y aún continuaban unidos
por sus mantos, sus manos y sus almas.
Llegó
el turno de la infortunada pareja. Ambos fueron despojados de sus ropas y
acostados de espalda sobre las yertas estelas. Ocho teopixques, engalanados con los atributos de sus ídolos, les
sujetaron los brazos y las piernas. Otros dos sacerdotes se les aproximaron,
mientras la pétrea copa de los sacrificios esperaba sedienta la cálida sangre
de las víctimas, que en minutos más serían inmoladas.
A
modo de despedida, Suichisitly, entre terror y lágrimas le gritó a Minipochtly
que lo amaba. El joven, embotado por el dolor y la impotencia, apenas pudo
retribuirle el gesto.
Sincronizadamente,
los sacrificadores elevaron los filosos cuchillos de pedernal, pero un
intempestivo murmullo que se convirtió en clamor interrumpió el solemne acto.
¡Los barbados dioses de piel clara habían regresado, y estaban muy cerca de allí!
¡Los mismos habitantes de Tlascala,
sus inconquistables vecinos, los estaban guiando hacia Tenochtitlán!
La
confusión y la sorpresa paralizaron a la muchedumbre. Con sangre fría y
apremiado por la estupenda noticia, Moctezuma ordenó que prosiguieran los
sacrificios y que la ceremonia terminara cuanto antes.
Bajaron
los cuchillos, y los clavaron con brusquedad en los pechos de los jóvenes. Se
percibió un tosco ruido de costillas quebradas. Tras escarbar un rato, los
victimarios extrajeron los corazones y, palpitantes aún, los elevaron, entre
los vítores de la plebe y el placer de los dioses. Luego, los órganos fueron
depositados en las vasijas de las ofrendas y, tras rociarlos con pulque, se les prendió fuego. Negras y
entrecortadas volutas de humo ascendieron al cielo.
De
repente, un movimiento extraño se produjo dentro de los recipientes. A
continuación, una miríada de ceniza salpicó el piso de piedra y, en presencia
de dioses, Emperador, sacerdotes, plebe y nobleza, los ardientes corazones se
transformaron en dos hermosos quetzales
y, dejando caer algunos plumones verduscos a los pies de Moctezuma, remontaron
vuelo, airosos. Revolotearon algunos minutos sobre el Gran Teocalli, y se alejaron juntos, rumbo a Tlascala...
APÉNDICE
XOCOYOTZIN: apodo que significa
“el joven”
TLATECUHTLI: Emperador
HUITZILOPOCHTLY: dios azteca de
la guerra
TLALOC: dios de la lluvia
QUETZALCÓATL: dios de la vida y
de los gemelos
TEACHCAUH: jefe militar
TELPOCHCALLIS: escuelas militares
TLACOCHCALCO: depósito de dardos
MIQUIZTLI: día del calendario
azteca
POCHTECAS: mercaderes
AMANTECAS: artesanos que
trabajaban las plumas
PILES: señores
MACECHUALES: gente común de
pueblo
PULQUE: bebida ritual
TEOPIXQUES: sacerdotes
QUETZAL: Ave de hermoso plumaje
"Muerte de Sardanápalo". EUGENE DELACROIX |
"Alianza entre Tlaxcala y el ejército de Cortés. Mural del Palacio de Gobierno de Tlascala |
"Conquista de América" DIEGO RIVERA - mural |
felecitaciones Bruna un cuento muy ispirado, muy visual... me hizo viajar en el tiempo,excelente como siempre,
ResponderEliminarmerecido el premio.
Gracias, Martu!!!!!
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