Los acordes de la marcha nupcial inundaron el templo. Las
diversas voces del coro ascendían y descendían por el pentagrama, se
entremezclaban, se destacaban, haciendo danzar las notas musicales entre sí.
Parecía que centenares de querubines bailaran con las corcheas, las fusas, las
blancas, las negras, las redondas y las semifusas, en una fiesta angelical.
La
fragancia del incienso ascendía, en opalinas volutas, como así también el humo,
intentando formar un puente entre el cielo y la tierra.
El
altar parecía un jardín en el período en que la primavera es aún adolescente.
Las rosas y las azucenas jugaban a las escondidas entre las verdes mallas de
tul que componían las ramas de los espumosos helechos.
Los
dorados candelabros competían en brillo y luminosidad con las velas atrapadas
en sus brazos.
La
alfombra granate semejaba un río de vino, dulce y burbujeante, de aquellos que
embriagan tan sólo con catarlos.
Volaban
las campanas en los pináculos de los campanarios, y su vuelo era tan brioso que
semejaban querer escapar, junto con la música, por las ventanitas de las
torres.
Todo
tenía espíritu de fiesta; sabor a boda.
El
novio esperaba tieso en la pequeña escalinata del altar, mientras su
incontenible temblor mecía las sortijas que guardaba en el bolsillo,
obligándolas a besarse, una y mil veces.
De
repente, se encendió la araña principal del templo, los rayos de luz generaron
infinidad de arcos iris en los brillantes caireles. Y se abrió la pesada
puerta, con un débil chirrido. Luego, comenzó a entrar la novia, blanca como
una paloma, avanzando hacia el futuro esposo con lentitud, mientras sus
vaporosas alas de tul rozaban los extremos de los bancos adornados con cintas y
ramilletes de azahares. Parecía una madonna escapada de un cuadro florentino.
Su belleza, ensalzada por el cuchicheo de las comadres, hacía palidecer la
hermosura de los candelabros, de los caireles, de las flores, de la música del
órgano y de las campanas.
Y
así fue como, con ese adorable entorno, Carolina y Eugene contrajeron enlace el
sábado 18 de noviembre, a pesar de las férreas oposiciones de la familia que no
aceptaba con agrado dicho matrimonio, debido a que la diferencia de edad entre los contrayentes
era de casi veinte años.
-¡La
gacela es muy joven y se va a escapar del bosque!- le advertía la madre.
-Si
la gacela escapa, la correré hasta atraparla- contestaba Eugene.
Pero
no, ella no se parecía a una gacela, sino más bien a una potra de las praderas.
Y, como todo buen aficionado a las carreras de caballos y a los juegos del
hipódromo, Eugene había apostado todo su capital a la cabeza de esa pura
sangre, y estaba seguro que ambos llegarían triunfales a la meta –ella
corriendo y él como jockey- y pasarían el disco ganando por varios cuerpos.
-Tal
vez te emerja un solo cuerno en el medio de la frente, como a los rinocerontes-
bromeaba la hermana, agregando: -¡Carcamal en celo! ¡Búscate alguien de tu
edad!
¡Pero
eso era imposible! Eugene estaba loco de amor por esa joven potranca, y se
imaginaba cabalgando en sus ancas por infinitos campos sembrados de amor, en
una carrera desenfrenada de lujuria y placer y, cuando el cansancio los venciera, andando al trotecito lento y
parejo, bajo las estrellas.
Eugene
la había conocido el día de Navidad, y la consideró un precioso regalo de Santa
Klauss. Su belleza y juventud consiguieron atraparlo como insecto en una
telaraña. Pero, nada hacía él por escapar, y los sedosos hilos lo envolvieron
más y más, y se le enredaron en el corazón, hasta que su vida quedó reducida al
ámbito de ese magnífico tejido de amor.
Por
su parte, Carolina quedó impactada por ese hombre de tez bronceada que, si bien
maduro, era a la vez muy atractivo. Y, más aún, le atraían las fantásticas
historias que él le relataba. Al notar su interés, Eugene profundizó en los
jugosos temas de sus dos libros de cabecera: “La Ilíada” y “La Odisea”, y
exageró un poquito sus aventuras personales a fin de deslumbrarla por completo.
Y así, juventud, bronceado, aventuras y telaraña se conjugaron en amor y noviazgo.
Al
mes de conocerla, le propuso matrimonio, pero la tormentosa reacción de la
familia le hizo posponer la fecha casi un año. De todos modos, al fin se
concretó la boda. Eugene creyó tocar la luna con el índice de la mano derecha.
El día de la ceremonia, estaba tan feliz que la diferencia de edad casi no se
notaba. Además, ambos estaban enamoradísimos...
La
luna de miel fue maravillosa pero, contrariamente a lo imaginado, él trotó
bastante y cabalgó muy poco. La montura
era ágil, pero inexperta. En varias oportunidades, iniciaba una rauda carrera
sin haber sido espoleada, y el jinete debía hacer malabarismo con las riendas
para frenar al corcel desbocado. Un par de veces, al desmontar luego de la
alocada marcha, Eugene fue acometido por ese molesto dolor en la zona lumbar,
tan común después de mucha equitación. ¡No, el trotecito a él le sentaba más!
Se apeaba más relajado, aunque el relincho de la yegua era más estridente al
frenar con brusquedad luego de un galope feroz. Sin embargo, el viejo estaba
seguro de que con el tiempo lograría domarla, ella dejaría de brincar y
correría a su misma velocidad, cuando los bríos de la juventud menguaran.
Al
mes de la boda, los sacudió la realidad: Eugene debía volver a trabajar. Él era
marino mercante, “un lobo de mar”, y el
próximo destino del viaje era Singapur. La separación sería larga, de nueve
interminables meses. Volvería, recién,
para fines de agosto. Sería el último viaje largo. A su regreso,
renunciaría, se embarcaría en un buque pesquero y navegaría aquí, por el país,
recorriendo nuestras inmensas y desoladas costas, extrayendo del mar cientos de
criaturas plateadas. Sí, nuestra plataforma submarina era riquísima. Había
mucho para hacer acá, sin tener que viajar al fin del mundo. Pero, lo más importante
era que ese nuevo empleo le permitiría estar con su joven y adorada mujercita
todos los fines de semana.
Carolina
no toleraba la separación. Ella no se había casado para vivir de recuerdos o de
amores platónicos. Ella quería un marido presente de cuerpo y alma.
Esporádicamente lloriqueaba mientras Eugene trataba de convencerla y prepararla
para la larga espera. Cierto día, le contó la historia de un marino de la
antigüedad, Ulises de Ítaca, quien estaba felizmente casado con Penélope, una
hermosa y joven mujer, casi tan hermosa y tan joven como ella. Recalcó que
Ulises tuvo muchas aventuras en extrañas islas y con fatídicos personajes, pero
que al fin regresó al hogar, donde la abnegada y fiel esposa lo esperaba
tejiendo con suma paciencia, sí, ¡tejiendo!
e ignorando a la decena de hombres que la pretendían...
Carolina
se sintió identificada con Penélope de inmediato y decidió emularla. Pero,
había un problema: ella no sabía tejer. Cuando el marido emprendió el gran
viaje a las antípodas, y aún con el sabor de sus besos en la boca, fue a un
kiosco de diarios y compró cuanta revista de ese arte había. Aprender fue cosa
de unos días, pero tejer ¡era tan aburrido! Al cabo de una semana, Carolina ya
no comprendía a Penélope como antes. Tal vez, en el transcurso de tantos
siglos, las mujeres hubieran cambiado su forma de pensar. ¡No! ¡El tejido ya no
funcionaba! Debía buscarse otra cosa para llenar las horas vacías. Tras pensar
y repensar, halló algo más moderno: la televisión. Apenas se levantaba prendía el
aparato y lo apagaba cuando terminaba la transmisión. Carolina estaba
encantada, pendiente de las novelas, las películas y los noticieros, ¡si hasta
mostraron Singapur en uno de ellos! ¡La TV era fantástica!
Pero
no hay felicidad que dure mucho tiempo. Luego de una recia tormenta de lluvia y
viento se desconectó el cable de la antena. Carolina se sintió morir. Había
quedado vacía, sin amiga, sin marido, ¡solita en el mundo! ¡Debía conseguir con
urgencia que alguien conectara el hilo suelto! Consultó en las páginas
amarillas, llamó por teléfono y, luego de algunos ruegos, consiguió que un
técnico especializado en antenas la visitara ese mismo día.
Cuando
sonó el timbre, Carolina fue corriendo a la puerta y quedó estupefacta al ver a
ese hombre con la caja de herramientas en la mano, erguido como una estatua en
el umbral de la casa. Era un Adonis rubio, de largos y lacios cabellos,
grandote, ¡enorme!, cuyos bien torneados e hinchados músculos pugnaban por
escaparse de la camiseta, mientras su broncínea piel le recordaba el sabor de
la miel tibia. Era tan joven como ella y la atraía poderosamente. Parecía aún
más imponente, allá, arriba del techo, reparando la antena. Era semejante al
coloso de Rodas, aquél, el de las siete maravillas del mundo, que pertenecía a
la antigüedad como Penélope.
Al
principio, ella notó como si un fueguito espontáneo tomara ignición en su
cuerpo, tan sólo por la presencia de ese macho escultural y, para cuando él
descendió del tejado, Carolina ya ardía como una pira en el apogeo de la
combustión, mientras sus sienes crepitaban de deseo como los maderos ardientes.
Además, se estremecía cada vez que él la miraba con esos ojos oscuros y recios,
fulminantes. Y fulminante fue también el desenlace porque, una vez que hubieron
charlado y bebido algunas copas, ambos se trenzaron en una gresca amorosa
infernal. Al principio, fueron tan sólo escaramuzas aisladas y, como los
futuros combatientes ya tenían demasiado encendidos los espíritus, al poco
tiempo de iniciarse las refriegas, comenzaron un violento combate sin esperar a
que fuese dada la orden de batalla. Inermes, se trabaron en un santiamén en
lucha cuerpo a cuerpo. No hubo retaguardia, y cada uno de ellos fue soldado y
comandante; mientras ninguno deseaba que el adversario capitulase, muy por el
contrario, quería que el otro embistiese con todas sus fuerzas, para acometer
también y mantener el enfrentamiento eternamente. Y hubo explosiones y fuego
por doquier, sin haberse usado siquiera una sola munición. A las veinticuatro
horas de comenzadas las operaciones se pactó una tregua, tan sólo para
reabastecerse, pero él violó el acuerdo rompiendo las hostilidades...
Ese
técnico especializado en antenas era un león en el amor. Sus fauces, de carnosos labios, la besaban, la
succionaban, la relamían, la degustaban, la devoraban toda. Carolina perdió la
cabeza en ese vórtice de placer, mientras los super-músculos la estrechaban, la
estrujaban, la sobaban, y la hacían gemir y pedir: “¡Más! ¡Más! ¡MAAAAAS!”
“¡Qué
diferente... es el amor... con un hombre joven!”, masculló Carolina mientras
recordaba al marido, sólo por un momento, porque el león no concedía descanso.
El
león, como buen animal, comía, dormía y amaba; amaba y comía; amaba, amaba.
Fueron
dos meses de amor volcánico. Y, lo que comenzó con unas débiles fumarolas,
terminó en titánica erupción. El cuerpo de Carolina parecía un mapa gigantesco,
con hematomas grandes como países y pequeños como ciudades. Había ido
acumulando cicatrices, como producto de las heridas de la guerra, de las mordeduras
y rasguños del león, y de las quemaduras de tanta actividad volcánica.
Finalmente,
habiendo agotado su ígneo combustible, el volcán acabó de vomitar lava y rocas
ardientes, y dejó de rugir. Cerró la bocaza del cráter, guardando el rescoldo
magmático en su amplio y oscuro vientre, esperando otra oportunidad para
expulsarlo. En cuanto al conflicto bélico, se puso fin a las hostilidades con
la firma de un armisticio. No hubo vencedores ni vencidos, ni prisioneros, ni
rehenes y ni siquiera botín.
El
televisor había quedado encendido desde el momento de la prueba, el día del
arreglo de la antena y, al cabo de quién sabe cuántos días de funcionar,
fatigado, apagó la imagen y prosiguió emitiendo tan sólo un zumbido. Carolina
lo advirtió cuando el león de la larga melena rubia decidió abandonarla,
aludiendo que ella no rugía en su misma frecuencia. Con el cuerpo y el alma
amoratados, Carolina se dispuso a consolarse mirando televisión y, allí,
prorrumpió en lágrimas. Elaborando el duelo con tristeza, recordó al Lobo de
Mar y, en ese momento, afloró punzante como una flecha el sentimiento de culpa
por lo que le había hecho. Y la saeta culpógena se le incrustó en el lado
izquierdo del pecho, atravesó la epidermis, la dermis, el músculo pectoral y el
cardíaco, zigzagueando levemente al pasar por el quinto espacio intercostal,
mientras la punta quedó alojada en el ventrículo izquierdo. No hubo hemorragia
sanguínea, sólo lagrimal, pero el dolor era muy agudo, tan insoportable, que le
bloqueaba el cerebro. Cuando se acostumbró a ese estado, pudo elaborar y
razonar algunos conceptos. Luego, descubrió que ¡no! ¡Ella no se había
propuesto engañar voluntariamente al marido! ¡No! ¡De ninguna manera! ¡Fue el
resultado de un hecho accidental! ¡Ella, casi no se había dado cuenta! Todo
había sido imprevisible, repentino e incontrolable, exactamente igual a la
erupción de un volcán. Y, si nada podían hacer para predecir la hecatombe los
geólogos o los vulcanólogos, siendo especialistas en la materia, ¿qué podría
haber hecho ella, Carolina a secas y sin ningún título, si de vulcanología no
sabía casi nada? Ese razonamiento la dejó más tranquila. La flecha continuó su
recorrido, atravesó varios alvéolos pulmonares, la pleura, el músculo dorsal y
la piel, y emergió por la espalda, indolora, sin dejar rastros aparentes ni
secuelas. La restaurada imagen de Eugene fue colocada de nuevo en la hornacina
que había ocupado desde el día de la boda.
Carolina
continuó pensando en el marido y, como su regreso era aún remoto, se enjugó las
lágrimas y decidió hacer arreglar el aparato. Siguiendo los mismos pasos que la
vez anterior, solicitó otro técnico. Este no se hizo esperar. Al día siguiente,
el televisor estaba desarmado por completo. Un muchachito enjuto, de cabello
ondulado y de potentes gafas de aumento, fue el responsable. Al verle los ojos
enrojecidos y el cuerpo lleno de moretones, le preguntó con timidez si el
marido le pegaba, a lo que ella, avergonzada y con rabia, contestó que sí, que lo hacía día y noche. El
muchacho se ofreció a acompañarla a hacer la denuncia ¡era tan humano!, pero
ella se apresuró a comunicarle que no hacía falta, porque el responsable de
todo eso ya la había abandonado. Apenado por la noticia, viéndola tan sola y
triste, le ofreció consuelo acariciándole con ternura los cabellos y, como
debía cambiar una plaqueta, prometió volver al día siguiente con el repuesto.
Esa
noche, Carolina no pudo conciliar el sueño pensando en la dulzura del muchacho.
Lo imaginaba como un gran caramelo de dulce de leche, y se le hacía agua la
boca...
La
golosina regresó al otro día, tempranito. Ella lo atendió con suma amabilidad,
y él se mostró más dulce aún, más atento, más cortés y más suave...
Al
cabo de una semana, Carolina sucumbía a sus arrumacos. ¡Hombre tan cariñoso no
había imaginado jamás! Ese muchacho, de ojos glaucos y almendrados, era como un
adorable gatito, mimoso hasta el paroxismo. Sus interminables caricias la
hacían suspirar y flotar en una nube de voluptuosidad.
Ese
minino, como buen felino, era un as haciendo gatadas. Se acurrucaba, se
revolcaba con agilidad, se agazapaba, y sus lameduras y lametones no tenían
parangón. Su lengua recorría, con suavidad y lentitud, todo el cuerpo anhelante
de la joven. Comenzaba por la frente,
continuaba por la nariz, se detenía en la boca, descendía hasta las
profundidades de la garganta, retornaba a la luz del mentón; continuaba por el
cuello y atravesaba la zona de la clavícula. Como experto escalador, trepaba
hasta el pico del pezón izquierdo, bajaba resbalando hasta el valle interandino
y, con un mínimo de esfuerzo, ascendía hasta la cumbre del otro pezón,
coronándolo. El recorrido de todo el cuerpo, explorándolo palmo a palmo, le
llevaba mucho tiempo. Pero, el rato que demoraba en escalar los cinco montes
anatómicos de Carolina, lo ganaba en el rápido descenso. Algunas veces,
permanecía acampando en determinados lugares, a manera de etapa. ¡El alpinismo
le encantaba! ¿A qué gato no le gustan las alturas? Y, aunque tenía preferencia
por escalar algún monte más que otro, jamás bajaba sin haber “hecho cumbre”,
sin importarle las inclemencias del tiempo o la distancia a recorrer.
Las
heridas de Carolina fueron desapareciendo; y las semanas transcurrían. Se pasaba el día desnuda, invitándolo a
mimarla, acariciarla y besarla, con esos ósculos cortitos, lentos y suaves.
¡Qué dulce era la vida! Y la obediente mascota, además de cumplir
eficientemente con los pedidos, continuaba brindando la especialidad de su
raza: lamidos, relamidos, lambisqueados y lambetazos.
Pero,
el cariñoso gatito no tardó mucho tiempo en mostrar las uñas, fuertes y
retráctiles y, de vez en cuando, atacaba a traición. Los celos enfermizos que
sentía por esa joven y hermosa mujer lo convirtieron en un feroz y temible
mastín, exhibiendo los afilados colmillos a cuanto ser humano se le opusiera, y
dispuesto devotamente a dar la vida, en cruenta batalla, para salvaguardar el
cariño del ama. La situación se tornó caótica cuando le ordenó que esfumara la
fotografía de Eugene que estaba en el dormitorio. Ella era capaz de hacer
cualquier cosa, pero retirar de allí al Lobo de Mar ¡nunca! Ese era su
verdadero marido y, ni león, ni gato, ni perro, ni ningún otro bicho, lograría
quitarle lo que era suyo. Ella no haría eso ¡NUNCA! Ante la negativa, el perro
tomó el portarretratos y lo estrelló contra el piso. El vidrio quedó hecho
añicos y miles de brillantes cristales tachonaron la alfombra. Después, sin
compasión, tomó la foto y la desgarró a furiosas dentelladas, reduciéndola a
cientos de papelillos multicolores.
¡Eso
era el colmo de los colmos! Tras recoger los despojos, furiosa, Carolina se
incorporó. De inmediato, se sintió como un boxeador amateur y, sin protector
bucal, sin guantes, sin asistentes en el rincón y sin anuncio oficial, subió al
imaginario ring, proponiéndose protagonizar el combate estelar de la noche.
Desafiando, consiguió apertura para su mano derecha, buscó la descarga y llegó
bien. El contrincante reaccionó, y las acciones prosiguieron, golpe por golpe,
hasta que él achicó distancia y colocó un directo a la mandíbula. La joven
retrocedió y se cubrió como si hubiera sentido el golpe; trastabilló y cayó.
Flotaba en el aire un implícito grito de knock
out, sin cuenta regresiva. El
poderoso mastín, con el brazo en alto, se proclamó vencedor. Derrotada,
Carolina lloraba con amargura. Él no sólo había profanado la sacrosanta imagen
del esposo, sino que le había propinado a ella una tunda brutal. ¡No se lo podría perdonar nunca! Y, a partir
de ese día, el dulce licor del amor, como destilado por alquimia divina, se
transmutó en ácido acético. Los dos se convirtieron en boxeadores
profesionales: ella con varias derrotas, él manteniendo el invicto, ambos sin
ningún empate y protagonistas, noche a noche, de un combate de fondo.
La
situación se tornó insostenible hasta que el fiel can tuvo que huir, con el
rabo entre las patas, cuando Carolina puso fin a la relación, expulsándolo de
la casa. Esa vez, sin lágrimas y sin flecha, volvió a la televisión. Pero ¿para
qué esperar a que se descompusiera? Podría simular un desperfecto y llamar a
otro técnico. Eso sería más divertido que la programación misma. Además,
existía la posibilidad de que apareciera alguien que lograra interesarle más
que los especímenes anteriores. ¡Era tan variada la raza humana! Y, si los ejemplares
no le agradaban, podría llamar a otro, y otro, y otro...
A
mediados de julio, Eugene parecía un tigre enjaulado dentro del barco. Caminaba
incansablemente de proa a popa, de babor a estribor, de la cubierta principal a
la sala de máquinas y viceversa. No se afeitaba; apenas comía; estaba irritable
y ansioso. Ese viaje execrable, que nunca debería haber emprendido, ya lo tenía
harto... Llegó a aborrecer al mar, al cielo, al horizonte y al buque, y maldijo
esas cartas que tanto esperaba y que nunca llegaban, en la cantidad que él
hubiese deseado. Nervioso, discutía con todo el mundo. Sufría. Hasta que
encontró una compañera para la soledad de sus días y sus noches, y se aferró a
ella como si fuera un salvavidas. Si bien era fría por fuera, su alma era tan
cálida como el infierno. Y, la botella de cognac, cual amiga incondicional,
seguía sus pasos por la inmensidad del barco, se perdía con él en los oscuros
recovecos y dormía en su almohada,
velando esas pesadillas sin sueño.
De
tanto sufrir, los años se le amontonaron en el rostro, ¡le cayeron encima como
una tromba! Ya no parecía tan joven como la esposa. Ya no era Eugene, el lobo
de mar, en ese momento, se sentía un anciano decrépito y repulsivo...
Y, entre
olas, licor y penas llegó el mes de agosto. La nave fondeó en puerto y
desembarcaron los marinos, felices de estar otra vez en tierra firme y regresar
a sus hogares. Eugene emprendió también el camino a casa, pero con una duda
acuciante: ¿su mujercita lo estaría esperando aún? Caminando como un autómata,
al fin llegó. Se paró en la vereda opuesta para comprobar si en la casa había
señales de vida. Esperó. Al rato vio encenderse la luz del dormitorio. Eso lo
impulsó a cruzar la calle. Con dedos temblorosos, presionó el botón del timbre.
La campanilla llamó con voz entrecortada. Alguien observó por la mirilla y
abrió la puerta. El corazón de Eugene se detuvo. Para su sorpresa, Carolina salió corriendo y
se le colgó del cuello, llorando sin consuelo. Mientras entraban, y pensando
que ese llanto se debía a la emoción por su regreso, Eugene se notó ensalzado,
ensoberbecido y poderoso como un elefante, el verdadero rey de la selva pero,
al rato, se sintió empequeñecer hasta adoptar el tamaño de una hormiga, cuando
Carolina le contó, con lujo de detalles, todo lo ocurrido durante su ausencia. ¡Qué miserable
se sentía! ¡Más insignificante, aún, que una repugnante cucaracha! Hubiera
deseado saltar como una pulga, y aullar como un gorila, golpeándose el pecho
con los puños para desembarazarse de la ira que sentía. Pero, lejos de pensar
en ser un uxoricida, la comprendía. Ella era muy joven y vital, y él la había
dejado mucho tiempo sola. Era SU culpa. Las lágrimas comenzaron a resbalarle
por las mejillas, se le hizo un nudo en la garganta y sosteniéndola entre los
brazos, levantó la cabeza para poder tragar saliva. Su imagen quedó reflejada en el gran espejo
de la sala pero, con sorpresa, advirtió que no era a él a quien veía, sino la
figura de un majestuoso alce, de enorme cornamenta... En ese momento, comenzó a
sentir un terrible dolor de cabeza; era como si las astas pretendieran crecer
hasta el infinito. La jaqueca se hizo tan aguda e insoportable que se despertó.
Miró el reloj y, aliviado, observó que era 17 de noviembre, viernes. Se
levantó, se lavó y vistió con premura. Se preparó un té y tomó un par de
aspirinas, mientras redactaba una esquela para la novia, en términos de humilde
disculpa y rotundo adiós.
Se
despidió de la madre y de la hermana. Salió a la calle, buscó un buzón y echó
la carta; subió a un taxi que lo llevó sin rodeos al puerto y, allí, se embarcó
en el primer barco que zarpaba esa misma mañana, casualmente, a Singapur.
CUENTOS PREMIADOS
EDITORIAL CIEN - 2003
"Caballo roto" RAFAL OLBINSKI |
"Muchacha con gato" FRANZ MARC |
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