Parapetado
detrás de su ilustre estirpe, habitaba en una jaula de oro, cegado por la
riqueza y descansando en mullidas nubes de glorias pasadas. La ranciedad de su
plúmbeo apellido era tal, que pasmaba a los estudiosos de heráldica más
aplicados y podía, inclusive, lograr hacer oscilar los blasones de los escudos
de las familias más linajudas.
Había
sido bautizado con seis nombres porque siete eran sólo privativos de un rey,
nobilísimo título que un pretérito ancestro estuvo a un tris de merecer. Nada
había sido librado al azar en la elección de sus patronímicos. Estos llevaban
la L de los Luises franceses, la cesárea C de los emperadores romanos, la magna
A del macedonio Alejandro, la napoleónica B de los Buonaparte, y la mecénica M
de los Médicis. Y así, los linajes de las casas más encumbradas de Europa se
ensamblaban como dorados eslabones, enalteciendo sus egregios apelativos. Sin
embargo, lo apodaron “YIYO”.
El
óvulo que engendró al tataradeudo del tatarabuelo paterno tuvo la malaventura
de ser fecundado en el vientre de la madre en décimo lugar; y de ser expulsado,
ya con carácter de niño sano y robusto, en el mismo orden. Entre él y su
hermano mayor –el verdadero rey- había otros ocho hermanos sedientos de poder
pero, lejos de decepcionarse, una brillante luz de esperanza iluminaba sus
anhelos de ascensión al trono. Si bien las posibilidades concretas eran pocas,
sobraban campañas, luchas intestinas, enfermedades y complots que pudieran
tronchar las existencias de los otros nueve, con la posibilidad latente de
dejarle la real alfombra libre de escollos. Aunque su esperanza fue
intensamente verde durante años y años, ninguno de sus hermanos abandonó este
mundo antes de llegar a la vejez, incluso, cuatro ó cinco mayores lo sobrevivieron,
por lo tanto, tuvo que conformarse con el título de Virrey en las lejanas
márgenes del Plata.
El
casamiento de este personaje, y el de todos sus descendientes, se legalizó
entre primos en línea sanguínea directa, para evitar que algún símbolo de su
escudo de armas fuera bastardeado por alguna intrépida plebeya, usurpadora de
abolengos. De esa forma, sus conciencias y sus almas vivían en la beatitud,
nimbados por la pureza de la alcurnia que sólo da la cepa más genuina. Yiyo,
consciente de los desvelos familiares de sus antepasados, buscó en vano, dentro
de su eminente clan, una afamada compañera pero, muy a su pesar, no pudo
hallarla. Su familia era prolífera en varones y no había en todo Buenos Aires
una dama de tan holgada prosapia que conviniera a sus apetencias matrimoniales.
Todas, hasta la de más cremosa hidalguía, tenían salpicado su pasado con alguna
mancha que ensombrecía a su señoría. Él no podía tolerar esa vejación a su
venerable linaje, por nimia que fuera. Ni la mácula más liliputiense, reducida
a la pequeñez de una peca o un punto, ni
el tizne más esfumado, osarían mancillar tan egregio patriciado. Y así,
primos naciendo y años transcurriendo, Yiyo, ya largamente cuarentón, seguía
aún célibe.
Fuera
de la consabida jaula dorada, el ámbito de este egregio solterón era muy
limitado, reduciéndose al barrio de Palermo Chico, aunque alternaba también
ciertas zonas del norte de Buenos Aires pero ¡jamás el sur! Nunca hubiera osado
cruzar o aproximarse al Riachuelo. La sola mención de ese curso de agua infame
le erizaba la piel y, una simple alusión a los barrios adyacentes, podía
producirle sarpullido, una cierta alergia a esa vulgar y cruel enfermedad
llamada “pobreza”.
Sus
gloriosos pies, embutidos en los calzados más delicados, se deslizaban sobre
crujientes pisos de roble de Eslavonia, brillantes mármoles de Carrara o tibias
alfombras persas. Yiyo se movilizaba en lujosos vehículos y, en sus estancias,
caballos de frondoso pedigrí lo recogían en la puerta de sus aposentos. ¡La
tierra y el polvo le producían tal asco!
Las
cortinas de su mansión, que lo protegían de la irreverente luz solar, eran
auténticos brocados franceses, mientras que los manteles y toallas, bordados
con sus iniciales, provenían de Flandes y estaban atestados de puntillas,
festones y vainillas.
La
vajilla que usaba era antigua y auténtica, tenue y delicada porcelana “cascara
de huevo” de la dinastía Ming. Los
cubiertos eran de plata añeja, extraída de las famosas minas del Potosí pero
manufacturada y sellada en España, en épocas de la conquista.
La
cristalería estaba conformada por piezas únicas y exclusivas, sopladas en la
isla de Murano, en centurias pasadas, cuando Venecia era aún la “República
Serenísima”. Este famoso juego había sido originalmente encargado por un dux, a
pedido de su caprichosa esposa, quien exigía que el color del cristal imitara
al de las aguas del Canal Grande en un día nublado. Con una ínfima discrepancia
en el tono, el verde obtenido por los artesanos no coincidía con el que la
distinguida señora dogaresa tenía en mente, por lo tanto, lo rechazó de cuajo.
Tal vez, no habría aclarado si el día debía ser mediana, total o parcialmente
nublado o, quizás, tormentoso. Al fin, el exquisito juego fue adquirido por un
pretérito pariente de Yiyo quien quedó conmocionado por el extraño color,
desconociendo la verdadera historia, porque de otra forma no lo habría
comprado. ¡Ellos no se conformaban con las sobras de nadie por más dogo,
príncipe o rey que fuera!
En
la sala de lectura, una enorme biblioteca acumulaba libros varias veces
centenarios. Los había con lomos de plata, tapas de nácar, con incrustaciones
de marfil y hojas bordeadas en oro. Relatos de reyes, príncipes y
conquistadores eran sus preferidos, así como los escritores de buena cuna. Pero,
hubo un autor irritante al que nunca había osado leer; un detestable francés,
el máximo representante del romanticismo galo, que se apellidaba con un nombre.
Es más, a raíz de aquella insolente y miserable novela que lo catapultó a la
fama, toda su producción literaria fue purificada por la acción del fuego.
Como
buen descendiente de castellanos, Yiyo hacía un culto de la gastronomía.
Adoraba los camarones, la centolla y la langosta, a los que sazonaba con salsas
francesas y coronaba con un copete de caviar. Gustaba de los palmitos y los
aguacates, los huevecillos de codorniz, el faisán y, como buen argentino que
era, del asado de tira. Lo que detestaba eran las achuras porque provenían de
partes indecentes o soeces del animal. Jamás tuvo el placer de comer una
molleja o un chinchulín, un chorizo o una criadilla. Para él, las únicas partes
comestibles de la vaca eran el lomo, el peceto y el costillar y, con respecto
al cerdo, sólo el muslo de donde se obtenían los jamones, siempre que éstos
hubiesen sido procesados en España. Adoraba también las ancas de rana al ajillo
y descartaba las ensaladas de lechuga, achicoria y berzas, por vulgares. Otros
alimentos vedados en la casa eran el arroz, las pastas y la polenta, a los que
consideraba sólo privativos de la plebe. Yiyo descartaba también las uvas y las
granadas. Higos, melocotones y fresas eran ingeridos con dificultad luego de
haber sido sometidos al ataque el cuchillo y del tenedor. ¡Le irritaba tanto
ensuciarse los dedos a pesar del coqueto lavafrutas, de cristalino contenido,
siempre ubicado a su diestra!
Yiyo
era también muy afecto a los dulces. Comía tortas o galletitas alemanas
cubiertas con chocolate suizo y rellenas de dulce de leche, lo único que no
debía molestarse en importar. Excepcionalmente, degustaba flores de rododendro
en almíbar, sutil delicadeza preparada en el techo del mundo: el Tíbet.
Los
exquisitos manjares eran regados con abundante champaña francesa y sólo el
asado se acompañaba con un tintillo Cabernet Sauvignon.
El
café le producía cierta irritación estomacal, entonces, bebía gran variedad de
exóticas tisanas. En relación con el té, hacía también de su consumición un
culto. Las variedades que prefería dependían de su procedencia. Si su origen
era chino, elegía sólo el cosechado en las provincias de Sichuan y
Guandong. Si provenía de Ceilán, debía
ser el cultivado en las colinas centrales, en las regiones de Dimbula o Nuwara;
en cambio, si provenía de la India, debía haber sido sembrado en la región de
Darjeeling, al pie de los Himalayas. Eso en cuanto al origen de la hoja, pero
no era suficiente, ¡debía estar procesado en Gran Bretaña! Ése era el té
supremo que, por supuesto, tenía otro sabor si se lo preparaba y bebía en un
recipiente que no fuera porcelana de primera calidad.
Había
cierta bebida local que lo atosigaba, lo irritaba al extremo: el mate. ¡Él
jamás hubiera osado apoyar sus labios en esa mugrosa bombilla que previamente
había estado en contacto con otras cientos de bocas! ¡Ajjj! Cuando lo pensaba,
sentía escalofríos. Esa inmunda bebida, contaminada de microorganismos, podía
ser sólo cosa del proletariado.
Yiyo
también cuidaba mucho su vestimenta personal. Las telas de sus elegantes trajes
eran genuinos casimires ingleses cuyas fibras provenían de la lana de las
cabras de la cañada de Cachemira, al noroeste de la India, pero confeccionados
por los más afamados sastres italianos. Sus camisas y corbatas de seda se
obtenían de los filamentos segregados por gusanos criados en China, pero el
hilado ensamblado en Francia e Italia.
Adornaba
el meñique de su mano izquierda con un pesado anillo de oro que llevaba
incrustada la gema más cara y fastuosa conocida: una alejandra. Por sus
propiedades ópticas y su exigua presencia en el planeta, ante ella empalidecía
de humildad cuanta piedra se preciara de valiosa. La majestuosidad de esa
alexandra, escogida de los feraces yacimientos de Minas Gerais, era
incomparable.
Y
ese egregio personaje que había mantenido pulcros sus blasones y patronímicos
durante casi medio siglo cierto día enfermó porque, como todo mortal, era
también concupiscente. El mal, si bien no era letal, era despiadadamente
molesto. El picor lo transportaba a
universos de desesperación. Hubiera deseado tener mil manos para poder rascarse
mejor – con perdón de la palabra -. Entonces, se encerraba en su recámara a
satisfacer sus desenfrenadas ansias de sosiego.
El
estudio médico fue lacónico y concluyente: ”PHTIRUS PUBIS”.
La
alcurnia, el prestigio y el dinero no pudieron paliar su ignorancia. Asombrado,
preguntó al facultativo de qué se trataba, concretamente.
-Son
ectoparásitos- respondió el médico, procurando agregar términos científicos a
la explicación, a fin de no hostilizar el amor propio de tan ilustre paciente.
–Son insectos anopluros de la familia de los pedicúlidos.
Esta
respuesta no satisfizo al enfermo, quien con ansiedad preguntó:
-Pero
¿es grave? ¿Tiene cura?
-¡Sí!
¡No es nada serio! ¡Por supuesto que tiene cura! Yiyo, tal vez deba hablarte
con sencillez, como lo haría con cualquiera de mis pacientes.
-Sí.
¡Adelante! ¡Adelante!
-¡Son
simplemente ladillas! Unos parientes lejanos de los piojos.
Abochornado,
Yiyo empalideció. Creyó morir de vergüenza y humillación. Pioj... ladi... ¿Él?
¿Una denigrante enfermedad infecciosa del lumpenproletariado lo había alcanzado
a él, que estaba tan alto, allá, sentado sobre las estrellas y titilando
también con ellas? ¡Imposible! ¡Definitivamente imposible!
-Definitivamente
cierto- respondió el médico. –Si quieres, puedo mostrarte un ejemplar. Lo
podrás ver a la perfección con una lupa.
¡AJJJJJJJJ!
Yiyo se mimetizó de un gris ceniciento, cadavérico, y su cuerpo comenzó a
cimbrear acompañando las contracciones de las arcadas. Luego, cuando a base de
calmantes logró tranquilizarse, al recapacitar sobre el tema, descubrió que ¡ni
los semidioses escapaban al influjo de la miseria y sus vectores! Lo comprendió
de inmediato. La miseria podría compararse con el polvo; invisible mientras
flota en el aire, pero penetra en cada intersticio por más minúsculo que sea y
se hace sólo perceptible al acumularse sobre la materia...
Atreviéndose
hasta límites insospechados, el médico le sugirió como terapia leer completas
las biografías de Napoleón y Felipe II de España, cuyos decadentes capítulos
finales Yiyo había dejado inconclusos.
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