El año pasado, en el mes de marzo fui en peregrinación a Tierra Santa. Cuando
regresaba, aprovechando que coincidía con la fiesta de Beltain, pasé de ex
profeso por el norte de Europa para visitar un laberinto clásico de setos vivos,
de siete circuitos, que me había fascinado
muchísimos años antes. Me cuidaré muy bien de no revelar su nombre ni su
ubicación. Temo encender la curiosidad de algún incauto que descreyendo de los
consejos, cometa la imprudencia de sentirse envalentonado como un héroe ateniense
y, emulando a Teseo, intente sojuzgar a su Minotauro, cayendo inexorablemente
en sus fauces. En este caso, no se trataría de un monstruo mitológico sino
de un vegetal olímpico. Cuenta la leyenda, que sólo uno, de entre los millones
de arbustos que componen sus paredes, sería un moly – muy caro a los dioses- ,
que nunca florece para no revelar su
identidad. Habría otra forma de descubrirlo: observando las raíces negras pero,
en ese caso, se correría el riesgo de matar a la planta. Además, esa labor sería
abrumadora para cualquier persona, ya que ningún mortal pudo jamás arrancar un
moly. También se dice que en épocas
remotas, había en la meta de ese laberinto una fuente de acqua vita, que otorgaba la inmortalidad a quien la bebiera. Mas
nadie pudo explicar el motivo de su desaparición.
Recorrí las tortuosas callejuelas
del parque real que me llevaban directamente al laberinto. Exuberantes arriates
de hierbas y flores me alegraron los sentidos. Iba solo y llevaba un plano dibujado por mí.
Había diseñado infinidad de laberintos en el decurso de mi vida, lo único que
me faltaba en este caso era definir, cosa que haría al ingresar, si era un
laberinto de giro a la izquierda o a la derecha, pues imperdonablemente lo
había olvidado. De todas maneras, eso era irrelevante ya que, como todo
laberinto es un espejo, con mirar el papel a contra luz sería suficiente.
Ingresé al laberinto aproximadamente
a mediodía. El lugar estaba desolado. Por fortuna, el primer giro era a la
izquierda, tal cual yo lo había previsto. Los setos tenían un color verde
espectacular, tonalidad exclusiva de esa zona; y parecían recién podados. Pasé
la mano por la superficie vegetal recta, perfecta; daba la impresión de haber
sido arreglada con plomada, escuadra y compás. ¿Cuántos jardineros trabajarían
allí? ¿Alguno sabría de la existencia del moly?
Mientras rondaba por los senderos de
ese recinto sagrado de forma circular, los blancos pedruscos crujían bajo la
suela de mis zapatos. Algas, líquenes y musgos, tapizaban las zonas
perpetuamente sombreadas ponderando su frescura. Di una vuelta completa y, cuando tuve que
girar ciento ochenta grados para dejar el sendero 3 e ingresar al 2, el
panorama cambió abruptamente. Este sendero estaba iluminado en exceso. Pensé
que el efecto se debía a que caminaba a contra sol, pero hasta los arbustos de violento
color pardo cobrizo parecían zarzas ardiendo. El calor era sofocante. Ese
paisaje, de connotaciones bíblicas, era el contrario del que había dejado tras
el recodo, húmedo, umbroso, fresco, un verdadero locus amoenus griego. ¡Aquí sólo
faltaría una lluvia de azufre y sal!, pensé. Me quité el abrigo y apuré el paso.
Allá a lo lejos vi venir un hombre
con una suerte de bastón. Eso confirmaba mi alocada teoría ¿sería un patriarca
con cayado?
Ya estaba llegando a la prolongación
imaginaria del palo mayor de la cruz central de ese campo de energía llamado
laberinto, cuando me crucé con el
desconocido. No era un cayado lo que llevaba sino un bastón de no vidente. Era
un hombre entrado en años, a quien reconocí de inmediato. Me desconcertó que caminara
con tanta seguridad; parecía que siguiera un hilo invisible.
-¡Don Jorge! ¡Qué sorpresa!
Me miró asombrado y preguntó:
-¿Quién es?
-Bueno, usted no me conoce... Yo soy
argentino también... y, aunque usted lo ignore,
su más ferviente admirador. Leí toda su vasta obra. Y cada vez que releo
alguno de sus trabajos, me inspiro para escribir algo.
-¡Muchas gracias!- dijo con humildad. –¿Así que usted también relata
historias?
¡Qué pícaro!, pensé. Siempre empleando
las palabras exactas.
-No, no. Yo sólo escribo- aclaré,
humillado ante tanta sabiduría.
-¿Qué temas le agradan?- quiso
saber.
-Los mismos que a usted, a excepción
de las milongas y los orilleros. Pero creo que esas preferencias son privativas
de la edad y la época.
-Entonces, creo que vinimos a lo
mismo- insinuó.
-Seguro que sí. ¿Usted ya llegó a la
meta?
-Sí, y ya estoy regresando.
-Eso pensé. ¿Quiere que lo acompañe
hasta la salida?
-¡Gracias! ¡No es necesario! Sé muy
bien el camino. ¡Adiós, joven!
-Espere,
don Jorge. No tengo un autógrafo suyo. Me encantaría...
-¡Con mucho gusto!
Le acerqué el papel de mi plano,
pero no encontré la birome. Mientras él lo tomaba, le pregunté:
-¿Por casualidad, no tiene una
lapicera?
-No, no llevo ninguna- se disculpó.
-¡Qué pena! – exclamé -¡Me pierdo un
autógrafo del gran escritor Jorge Luis Borges por no tener una lapicera!
-¡Otra vez será!- quiso conformarme.
Nos dimos un apretón de manos y se
fue. Giré sobre mis talones para observar como se alejaba y pude ver mi sombra,
larga, enorme; reptaba por el camino y parecía girar acompañando las paredes
circulares y extenderse aún más allá del
recodo. Debe ser una ilusión óptica, pensé. Como estos arbustos rojizos. O tal
vez ocurra esto por la proximidad al polo norte. Nunca antes había prestado
atención a ese detalle.
Después del encuentro con tan
excelso personaje, el laberinto perdió su encanto. ¿Qué cara pondrían mis amigos
cuando les contara esta historia? ¿Me creerían? ¡Lástima no haber tenido una
lapicera! Seguro que Juan Ignacio pondría en dudas mis argumentos. Porque además,
el encuentro no fue en cualquier sitio,
sino dentro de un laberinto; ¡y en el norte de Europa!
Por supuesto que nadie me creyó. Juan
Ignacio me amenazó con poner en tela de
juicio mi cordura si yo seguía insistiendo en que no había sido un sueño.
-Te lo juro. Lo encontré en el
sendero número dos, en un punto equidistante entre la meta y la entrada. Seguramente
en esa zona debió haber un curso de agua
subterráneo, algún centro de energía; el cruce de varios leys. Fue la percepción consciente de la
verdad/realidad... – y enumeré todas las características relevantes de esos
recintos, pero me abstuve de mencionar la existencia de la planta de poderes mágicos.
-Pero ¿te das cuenta de lo que afirmás?
-Sí.
-Que
te encontraste con alguien que
murió hace ya varios años.
-Sí.
-O sea que hablaste con un espíritu;
un espectro.
-Afirmativo.
-¡Estás loco! ¡Deberías consultar a
un psiquiatra!
-Un laberinto es mágico. Es un lugar
sagrado donde el que ingresa puede ponerse en contacto con reinos no físicos.
¿Entendés?
-¡No! ¡Y no te molestes en darme
explicaciones! ¡Ese encuentro se efectuó sólo en tu imaginación!
¿Hay algo más fascinante que un
desafío? Hmmmm... ¡No! Había transcurrido apenas un mes y ya estaba nuevamente
visitando el consabido laberinto. No llevaba plano en esta oportunidad pero no
descuidé papel y lapicera. Llevaba el itinerario grabado en mi cerebro, además,
no tenía interés en recorrerlo todo. Ingresé repitiendo un mantra. Rogaba
fervientemente que Borges no me fallara. Recorrí el sendero tres y giré para
entrar en el número dos. El tifónico paisaje bíblico ardía nuevamente ante mis
ojos.
Llegué al punto del cuestionado encuentro pero nada ocurrió. Me senté en un banco de plaza (que no
recordaba haber visto en mi visita anterior) a esperar que ocurriera nuevamente
el milagro. Transpiraba a mares. Me entretuve
en jugar con las pedrecillas del sendero,
tratando de formar las letras madres
del alfabeto sagrado que había aprendido en mi viaje a Tierra Santa el mes
anterior. Resultó ser una tarea muy difícil; el aleph requería de extrema
habilidad, que no tenía por cierto. Intenté dar cuerpo a otros signos, al phy -tan
afin a la geometría divina del laberinto-, y a la lamnicata, ese signo infinito,
tan afin a Borges. Mientras acumulaba pedruzcos, oí zumbidos de abejas. Seguí el itinerario de algunos ejemplares que
me llevaron al panal. Me acerqué y examiné la estructura de las celdillas, hexagonales,
perfectas. La forma celestial, que tanto agradaba al personaje que yo estaba
esperando. ¡Qué coincidencia!, pensé. Pero, tal vez no la hubiera, y era mi
idea fija la que me hacía relacionar cuerpos y formas. ¿O el pensamiento de don
Jorge fue también infinito, abarcando todo el universo y cada objeto, cada ser
vivo era un microcosmos de ese macrocosmos que tanto lo preocupaba?
Algunos suplicantes pasaban
recorriendo el laberinto en ambos sentidos. Vi salir juntos a dos hombres y una mujer; los varones
parecían hermanos. Vi también a una pareja de jóvenes; él era marinero
escandinavo y sospecho que intentaba robarle
un beso. Sin embargo, ella parecía tener otros intereses, muy alejados del amor
y más cercanos al comercio. También vi a un vendedor de Biblias. Me ofreció una
al pasar. Le expliqué que poseía varias, aunque de bolsillo, entonces me ofreció
un ejemplar antiguo, una Biblia de Wiclif escrita en letra gótica, y que llevaba a buen recaudo en un portafolio
gris. Su valor monetario no era equiparable a su valor histórico. Pero yo no
contaba con el dinero suficiente para adquirirla ni con nada equivalente para proponerle un
trueque. Lamenté dejarlo ir sin comprarle nada y confieso que más aún lamenté no
recordar dónde había visto un ejemplar igual. ¿Quién tenía las Sagradas
Escrituras en letra gótica negra...?
Al rato, otro hombre pasó
corriendo. Tenía aspecto de malevo y una larga cicatriz que le cruzaba la cara.
Otros, con un cuchillo, venían persiguiéndolo. ¡En todo el mundo se cuecen
habas!, pensé. Un punguista en un laberinto... ¡qué original!
Más tarde, un señor ataviado con extravagancia (a la usanza de los procónsules
babilonios, creo) compartió por un
momento el otro extremo de mi banco. Exhibía su mano derecha sin índice como si
fuera un trofeo. Además de excéntrica, esa presencia me resultó familiar. ¿Dónde
lo podría haber visto? En vano hurgué en los senderos de mi memoria. De todas
maneras, ese desfile de personajes extraños no dejó de sorprenderme.
Cuando ya estaba oscureciendo tomé la decisión de irme al hotel a dormir.
Borges me había fallado. Al otro día volvería al laberinto, y tal vez...
Con menos luminosidad, podía
apreciar mejor los setos. Parecían calcinados unos y a punto de tomar ignición
otros. No había la menor señal de vida en esos arbustos. El nombre de laberinto
de “setos vivos” parecía una broma de mal gusto.
A lo lejos vi brillar algo en el
suelo. Cerca del recodo del fin de ese sendero desolado. Me acerqué. Era un
disco de níquel. Parecía una moneda. Me
incliné para tomarla. Su valor era de 20 centavos y estaba cortajeada por una
navaja. Su origen era totalmente desconocido para mí. La guardé. Sé que hice
mal, pero quería examinarla en detalle. Tal vez, al otro día la devolviera al
personal encargado del cuidado del laberinto.
Pasé por una librería y compré una
lupa. Lo primero que hice fue examinarla. No se parecía a ninguna. Tenía dos
letras atravezadas por dos heridas de arma blanca. Pero casi desfallezco cuando leí la inscripción del anverso: ¡zahir, 1929!
No sé si fue él quien me la dejó. No sé si se le perdió. No sé si aquel día en que lo encontré había vuelto a buscarla. Yo no sabía qué hacer con ella. Fui a devolverla a los encargados del laberinto; no quisieron aceptarla pues nadie la había reclamado y tampoco era una moneda de uso corriente. Quise donarla al museo local pero no la quisieron. ¡Yo tampoco la quería! ¡Bien recordaba aquel cuento!
No sé si fue él quien me la dejó. No sé si se le perdió. No sé si aquel día en que lo encontré había vuelto a buscarla. Yo no sabía qué hacer con ella. Fui a devolverla a los encargados del laberinto; no quisieron aceptarla pues nadie la había reclamado y tampoco era una moneda de uso corriente. Quise donarla al museo local pero no la quisieron. ¡Yo tampoco la quería! ¡Bien recordaba aquel cuento!
Volví
a casa en barco. En el medio del océano la arrojé por la borda. Pienso que ya no dañará a nadie, a menos que
se seque el mar
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