El
golpe fue certero, letal, violento, amparado por la infalibilidad de la
cercanía; premeditado sin evaluación de alternativas, consumado con ojo de
experto; final. Diminutas gotas de
sangre le salpicaron la manga de la camisa. Las miró con asco, con la misma
repugnancia que sentía por Felisa; y se acarició el brazo, algo resentido por
el impacto.
La
muerte coronó la acción, desplegando un manto de quietud y silencio. En ese
momento, ningún vestigio de culpabilidad empañó los hechos pero,
lamentablemente, el acontecimiento no cambió un ápice su vida, ni sus
pensamientos. Podría decirse que había sido un acto de rutina.
Después de un rato, Mauro se sentó en un
sillón del living, encendió un cigarrillo y comenzó a revisar ese pasado y
presente que tanto lo angustiaban. Hacía mucho tiempo que sabía que Felisa lo
engañaba con Aníbal. La incredulidad ocultó la realidad de los primeros
hallazgos de evidencia. Sumergido en el punzante dolor, pensó, una y mil veces,
en lo ganso que era Aníbal, siempre escondido tras esos gruesos anteojos, con
un libro bajo el brazo. No hablaba de política ni de fútbol; tampoco, piropeaba a las mujeres bonitas en la calle.
En fin: ¡un desperdicio de hombre! Felisa, en cambio, era hermosa, inteligente,
creativa. Se preguntaba perplejo ¿cómo había podido ella fijarse en ese
zoquete?
Con
el correr del tiempo, fue sucumbiendo a la realidad. Empezó a observar al rival
con detenimiento pero, por más que lo intentara, nada nuevo pudo descubrir en
él, y su concepto siguió siendo el mismo.
Pensó,
también, en enfrentarlo y disputarse a la dama en duelo de caballeros, pero
rechazó la idea de inmediato, por descabellada y obsoleta. La conclusión fue
que él no tenía que disputarse a Felisa con nadie. Ella le pertenecía sólo por
el hecho de ser su esposa.
Barajó
otra posibilidad, la de encararla y decirle que él lo sabía todo, y obligarla a
tomar una decisión: o él o el otro. Pero, se aterrorizó ante la probabilidad de
que ella eligiera dejarlo por Aníbal. Se imaginó siendo el pavo de la boda en
todos las reuniones con sus amigotes, y prefirió olvidar este planteo.
De
inmediato, otra idea rondó por su atormentada cabeza: ¡matarlos a los dos
juntos simulando un accidente! Pero, la opción del doble homicidio era muy
pesada. Se sintió incapaz de soportar tanta carga emocional y consideró que lo
mejor era matar sólo a uno de ellos. ¡A Felisa! La pérfida, la mosquita muerta,
la ramera; esa prostituta de baja estirpe que había olvidado, sin escrúpulos,
su condición de mujer casada. Tampoco esta idea lo convencía por completo. De
inmediato, lo catalogarían a él como principal sospechoso. Siempre el marido es
considerado sospechoso en estos casos.
Convino,
pues, que era más efectivo eliminar sólo a Aníbal, y disfrutó de la idea de ver
sufrir a Felisa y no tropezarse nunca más con esa rata de biblioteca.
El
problema era que “el zoquete” no tenía enemigos. Pensó, entonces, en la parodia
de un robo, pero lo inquietó el reconocer que tampoco tenía bienes apetecibles.
Se convenció analizando en el modus operandi de un ladrón ocasional. Totalmente
ignorante de si la víctima potencial tiene bienes o no, el ladrón acecha,
espera y ataca a la primera oportunidad. Si el perjudicado tiene dinero
¡mejor!, si no ¡mala suerte! y, si se resiste demasiado, ¡pum!, un tiro de
gracia y ¡adiós!
Concluyó,
definitiva y rotundamente, en que lo más acertado era matar a Aníbal, a ese
puerco inexcusable que le quitaba las esposas a los amigos. Sólo le quedaba
planear dónde y cuándo, la hora exacta del crimen; en seguirlo por unos días
para escrutar sus costumbres, su rutina y matarlo, matarlo sin piedad,
li-qui-dar-lo, pero sin armas, para dejar menos evidencias. Aplicaría la
técnica del golpe, un golpe exacto, colocado en el lugar justo, infalible, como
todo golpe mortal.
Cuando sonó el teléfono, Mauro continuaba sentado en la penumbra del
cuarto, aún con la camisa, el brazo y la mano con restos de sangre seca, y el
cerebro embarullado por la felicidad y la culpa que nunca abandonan al asesino
accidental, a aquel que debe cumplir con el acto ineludible sólo para vengar el
honor de esposo y amigo engañado. Sin embargo, en ese momento, su aspecto era
más de víctima que de un criminal. Atendió con premura. Era
Felisa, que le informaba que arribaría en cinco minutos, que llevaba pizza
calentita y que se preparara para cenar.
Corrió
al baño a lavarse las manos y a cambiarse de ropa. Se desnudó el torso, se
rascó el antebrazo izquierdo, palpó una leve hinchazón y vio una aureola roja,
lo que le hizo exclamar: “¡Maldito mosquito! ¡Y, encima, me arruinó la camisa!”
Fue
a la cocina, tendió el mantel, puso la vajilla sobre la mesa, y postergó su
plan de eliminación de Aníbal para otra oportunidad, como lo venia haciendo por
casi un lustro.
CUENTOS QUE CUENTAN
Editorial Urano 2001
"Alegoría del triunfo de Venus" . BRONZINO |
"Celos" - EDVARD MUNCH |
leí el cuento me gustó mucho y sobre todo muy visual...seguiré leyendo!!
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