Supe que los llamaban "los desgraciaditos"
apenas me mudé a ese barrio. Cuando los vi sentados en la acera, luego del primer impacto, sentí un
impulso irresistible de saludar a ese
chico cuya mirada me calificaba como “ intrusa”. Pero, nadie respondió a mi
saludo. Tampoco el animal emitió gruñido
alguno. Ambos siguieron inmutables y continuaron observándome hasta que doblé
en la esquina.
No voy a negar que ese muchachito me conmovió, es
más, ¡me estremeció hasta el tuétano!
Al día siguiente, volví a pasar por allí, pero por
la mañana. Estaban sentados en el mismo lugar que en la víspera. Daba la impresión de que el tiempo no hubiese
transcurrido y que ninguno de los dos se hubiera movido.
Ese sentimiento de morbosidad que todos llevamos
dentro me obligó a observarlos con atención. El niño vestía un suéter de lana a
rayas, tejido a mano. Quien lo confeccionó no olvidó enhebrar en las agujas
ningún color. Tenía las piernas estiradas, enfundadas en un pantalón
marrón, y los dos brazos rodeando el
cuerpo del animal que estaba a su lado. Apoyaba la espalda en la verja de
cemento.
El perro era de gran tamaño, de pelo largo color
tabaco, con alguna que otra mancha negra, y de raza indefinida. Estaba sentado
en estado de vigilia, con la cabeza y el cuello erguidos, la boca abierta, la lengua escapando de sus
fronteras, colgando de las comisuras de los labios. Jadeaba sin cesar.
Cuando estuve a su lado me detuve. Esa vez, la
impresión fue más intensa que la del día anterior. ¡Qué horror! ¡Por Dios!
"¡Hola!", le dije, casi sin darme cuenta. Para ocultar mi
estupor, concentré la mirada en los ojos del chico. Creo que él entendió mi
turbación pero sostuvo la suya sin responder. "¡Adiós!", murmuré, sabiendo de antemano que mi saludo
no tendría eco. Pero, le había robado importante información. Los ojos lo
habían delatado. ¡Irradiaban mucho dolor! Además, esa criatura no era tan
pequeña como yo pensaba... ¡era casi un hombre! Lo descubrí a pesar de la máscara atroz...
A partir de ese momento, supe que ya no podría vivir
sin saber qué le había pasado, sin averiguar cuál era la terrible historia de
ese muchacho y el can, que parecían haberse fundido en un solo ser.
Cuando le pregunté a la almacenera si el chico era
mudo, comentó:
- Creemos que ya ni habla, sino que ladra. ¡Está
todo el día con ese perro! Ya no tiene trato con ningún ser humano, salvo con
el abuelo, un octogenario sordo y
gruñón.
Me conmoví.
-¿No tiene más familia? - pregunté.
-Sí. Pero nadie quiere hacerse cargo... ¿Se imagina
qué desagradable sería compartir la mesa con un monstruo como ese? ¡Tan sólo
con mirarle la cara, cualquiera perdería el apetito!
-¡Pero es un ser humano!- recalqué con ardor.
-¡No crea, señora! Ya, luego de tanto tiempo de
soledad, aislamiento y convivencia con el perro, ese chico es casi un animal.
No fue a la escuela, no habla, no trabaja. Es sólo un parásito, como el can.
Los vecinos estamos hartos de verlos sentados en el suelo contra la pared, verano
e invierno. No vemos la hora de que muera el viejo para internarlo en un
orfanato y llevar a ese bicho mugriento a la perrera.
- Pero ¿perjudican a alguien al estar sentados ahí?-
pregunté.
-No, pero dan un aspecto feo al barrio. Si no se movieran
parecerían el monumento a la Desgracia. ¿Qué más va a llevar don Pepe? -
preguntó a otro cliente, escapando por la tangente.
Supe, que luego de mi pregunta capciosa, esa insensible mujer no me contaría nada más.
Pero, luego, me las ingenié y recopilé información por todas partes. No omití
preguntar a nadie.
Me enteré de que el chico, antes de ser "el
desgraciadito", se llamaba Fidel. Tal vez, quien le puso el nombre tuvo un
rapto premonitorio. Me contaron que
había nacido normal, sano y fuerte, y que tenía varios hermanitos. Padre
nunca se les conoció. La madre llevaba una vida basada en la promiscuidad
y, según varios comentarios, nunca cuidó a sus pequeños.
Dicen que, cuando tenía cuatro años, Fidel se colgó
de la cocina, trepó por la puerta del horno e intentó tomar un jarro, con tanta
mala suerte, que la leche caliente se le derramó encima. Estuvo muchos meses en el hospital luchando
por su vida. Cuando le quitaron el
vendaje ya tenía un año más, y había dejado de ser un niño bello para convertirse en un ente
repulsivo.
Las partes
más afectadas por el accidente
habían sido la cabeza, la cara y la parte superior del torso pero, le
habían quitado tanta piel de los glúteos y las piernas que parecía que se
hubiese quemado todo el cuerpo. Tenía el cuello y los hombros secos y arrugados
como un pergamino viejo, y la cara brillante, amoratada en algunos sitios. La
cruzaban varios costurones, horizontales y verticales como secuela de los
injertos; daba la impresión de que le
hubieran cosido varios parches.
La boca estaba estirada hacia un lado y arriba, algo
abierta. Un hilillo de baba irrigaba la otra comisura.
El agujero de la fosa nasal izquierda era casi el
doble de tamaño que el de la derecha. Uno de los párpados había perdido
elasticidad y vigor y permanecía casi
cerrado. Las pestañas y las cejas habían
desaparecido y jamás volverían a nacer.
La cabeza había quedado totalmente calva y
brillante. El cabello, luego, solo crecería en matas dispersas, secas,
como las resistentes plantitas del desierto.
La madre no soportó el shock. No podía siquiera mirarlo. Los vecinos
argüían que se había vuelto loca y, a
nadie sorprendió cuando, un día, llevándose a los otros hijos, abandonó el hogar y a Fidel aún decumbente.
El pobre niño tuvo que soportar, en poco tiempo, dos enormes pérdidas: la de la
semejanza humana y la del cariño de la mamá.
El abuelo, un ex integrante de la Legión Extranjera,
se hizo cargo de él. Había visto tantos heridos a lo largo de su vida que la triste imagen del nieto ni
siquiera lo inmutaba. Pero, de tanto alternar con el dolor y con dolientes, se
había vuelto insensible, al punto de haber perdido la capacidad de sufrir y de
amar. Se ocupó del niño sólo por obligación,
limitándose a curarle las heridas
y a servirle alimento.
Cuando Fidel se recuperó por completo, se le
permitió salir a la calle a jugar con los párvulos del barrio. Se sintió feliz.
Su vida volvería a la normalidad. ¡Cuánto se equivocaba! A los pocos minutos,
estaba rodeado de crueles diablillos que lo tocaban, que lo miraban, con curiosidad algunos, con
repugnancia otros. ¡Humberto no pudo contener el vómito! Y no faltó quién le
preguntara si era extraterrestre. Luego,
lo abandonaron sin piedad. Ya no era su par. No tenía nada igual a ellos.
Los días siguientes fueron peores aún. Nadie lo
aceptaba. Ya no despertaba curiosidad siquiera e, inclusive, le gastaban bromas
y le ponían motes. El más ignominioso era el de “monstruo”...
A Fidel no le quedó otra alternativa que sentarse en
la vereda a observar cómo jugaban sus ex
amiguitos en el baldío de la esquina. Seguía mental y visualmente el itinerario
de la pelota. ¡Tocarla, nunca más! ¡Tampoco habría partidos de bolitas! ¡Él debería jugar solo, con algún que otro bolín!
¡Ya no podría ir con ellos a tocar timbres!...
¡Sólo los vería pasar corriendo, escapando de la ira del vecino
importunado! Inerme, pensaba y sufría.
Cierto día, "un alma caritativa" le regaló
un cachorrito para que lo acompañara. Pero, su generosidad no fue tan amplia.
Ni siquiera le ofreció un perrito para que pudiera jugar, correr o revolcarse
con él. No. Le entregó un cachorro que había nacido con una malformación
congénita en una de las patas delanteras, el cachorro que nadie quería, porque
era cojo. Seguro que, esa noche, ese ser bienhechor habrá dormido feliz, en
paz, no por haberle dado un lazarillo a un ciego, sino porque ya no le quedaba
ninguna cría por ubicar.
Fidel aceptó la pequeña mascota con ansiedad y
temor. Era un pompón de algodón color miel, suave, muy suave; y era machito.
Estaba calentito; lo miraba con ojitos asustados y gañía. Tras acomodarlo en sus brazos, le acarició amorosamente la cabecita y el
lomo. Lo cubrió de cariño y de besos y, cuando el animalito dejó de quejarse y
se quedó dormido en su regazo, Fidel comprendió que, al menos, alguien lo
aceptaba tal cual era y, por primera vez en mucho tiempo, le sonrió el corazón.
"Goliat" crecía entre los brazos del
amo, dormía en la misma cama y no se separaba jamás de él. Comía de sus
manos, recibía sus caricias y lamía sus lágrimas de dolor.
Al cabo de unos meses, se puso grande y fuerte. El
pelo le brillaba bajo la luz del sol. Entonces Fidel pensó en presentarse ante los niños otra vez. Ahora, que tenía un
compañero tan hermoso, quizás, lo aceptaran. ¡Nadie en el barrio tenía una
mascota tan enorme como él!
Carlitos, el líder del grupo, le derrumbó las
esperanzas con la velocidad y la potencia de un escupitajo:
-¡Qué va a ser lindo ese bicho! ¡Te lo dieron a vos porque nadie lo quería!
¡No ves que tiene la pata deformada!
- ¡Mi perro es hermoso!- exclamó Fidel - ¡Miren qué
pelo largo tiene y qué grandote es! ¡Parece un lobo!
-Sí, pero no puede cazar ninguna oveja, porque es
rengo.
Todos rieron a carcajadas.
-¡A mí Goliat me gusta! ¡Es el amigo más lindo y
bueno que haya sobre la faz de la tierra!- acotó Fidel.
-¡Dios los cría y ellos se juntan!- agregó otro.
-¡Un chico desgraciado con un perro desgraciado! ¡No podía ser de otra manera!
¡Vamos!
-¡Vamos!- repitieron los otros a coro.
Y se fueron. Pero, esa vez, Fidel no quedó solo.
Triste sí, pero solo no. Goliat estaba firme a su lado. De todas maneras, quiso
comprobar si la mascota aún lo seguía respetando a pesar del nuevo rechazo
colectivo. Dio dos zancadas a la izquierda. El perro también. Retrocedió tres
pasos y Goliat avanzó. Dio otro paso a la derecha. El can lo imitó.
Arrodillándose, lo abrazó, pleno de felicidad.
¡A pesar de todo, Goliat aún lo amaba!
Y así transcurrieron los años. Los dos espectadores,
amo y can, seguían sentados en sus imaginarias butacas de cemento, viendo
actuar a los otros niños, mirando como la vida pasaba sin tocarlos. Todos las
jornadas eran iguales, la diferencia la marcaba el frío, el calor,
el colchón de hojas de los árboles o el perfume de las flores.
Pero, un día todo cambió. Cuando “ella” pasó con la
bolsa de los mandados por la vereda opuesta, Fidel se sintió distinto. Al
siguiente, cuando la volvió a ver, se notó lleno de energía, casi feliz. Aunque pasara sin mirarlo, ni siquiera de
reojo y, apurada, casi corriendo. Las trenzas largas y brillantes saltaban en
el aire, se le entrecruzaban en la
espalda.
Las horas se volvían interminables, aguardando,
siempre esperando a que pasara. Y la espera infinita, brindaba a diario unos
segundos de placer intenso: el tiempo que ella demoraba en recorrer esas dos
cuadras, que era menor cuando lo hacía con premura.
Pero, aquella mañana en que se le cayó la billetera,
Fidel creyó que moría de gozo. Se incorporó, la levantó y la llamó para
entregársela. Ella regresó asombrada, pero se asustó al ver a Goliat parado a
su lado.
-¡No tengas miedo! ¡No hace nada!- le advirtió el
amo -¡Tomá, se te cayó!-
dijo, extendiéndola.
Ella iba a tomarla y a darle las gracias, pero su
mirada quedó atrapada, como un insecto en una telaraña, en los parches de esa
cara. La boca se le abrió por el espanto
y echó a correr como si hubiese visto un fantasma.
-¡Tomá la billetera!- gritó Fidel con dolor.
Pero ella no lo escuchaba. Ya estaba lejos...
Nunca más volvió a pasar por allí. Doblaba en la esquina
anterior y daba la vuelta a la manzana. ¡Caminaba tres cuadras de más para no
verlo!
Las hojas siguieron cayendo de los árboles en otoño
y a cada temporada de frío seguía otra de calor. Fidel ya era casi un hombre.
La billetera roja estaba ajada por el paso del tiempo y el manoseo, y los escasos billetes que contenía ya habían
sido retirados de circulación. Eran sólo un recuerdo, como su viejo
continente. Goliat había envejecido,
tanto, que ya no podía caminar. Con mucho esfuerzo, Fidel lo sacaba y lo
entraba en brazos. Estaba flaco y tenia el pelo seco y áspero. Ya no se
sentaba en posición de alerta. Dormía
casi todo el día, con la cabeza apoyada en las cálidas piernas del amo.
Ayer pasé por allí y me extrañó no verlos en la
puerta. Era imposible imaginar la casa sin esas siluetas dolientes. Pensé que
había muerto el abuelo y que el chico ya estaría internado en un hospicio, e
imaginé la alegría de la almacenera. ¡Ya no habría nada que afeara al barrio!
Pero, cuando pasé por el baldío, lo vi a Fidel sentado sobre un túmulo de
tierra fresca. A pocos metros, los muchachos jugaban al fútbol y gritaban
exaltados sus goles, ignorándolo. Tampoco él los miraba. Sus tristes
pensamientos estaban allí, a escasos centímetros de profundidad, junto al cadáver
de Goliat, su único y gran compañero de toda la vida.
Me acerqué para brindarle consuelo. Jamás, nadie me había conmovido tanto como ese chico
arrodillado sobre la tumba de su mejor amigo. Cuando le hablé, levantó la
cabeza y me permitió observarle los ojos
húmedos. Con esa transida mirada, me
informó que iba a dejarse morir de pena. Había perdido al único ser que lo
había amado sin fronteras, que lo había aceptado sin condiciones y que podía
contemplarle la cara sin sentir horror. ¿Para qué seguir viviendo? ¡Sin
Goliat, había quedado más solo que un
perro!
Fui corriendo a comprarle otro
cachorro. Elegí el más sano, el más perfecto, el más mimoso. Llorando, se lo deposité
en los brazos, sin pronunciar palabra alguna.
Pero, no sé que ocurrió luego, pues nunca más tuve el valor de pasar por
allí...
CUENTOS PREMIADOS
Editorial Cien - 2003
"Chico con un perro" MURILLO |
"Niños con perro de presa" GOYA |
Hermoso cuento, me emocionó...señal que llega al alma, muy merecido el premio.
ResponderEliminarCuantos fideles hay por la vida y no nos atrevemos a indagar, como la protagonista del relato.