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lunes, 6 de agosto de 2012

"APUESTAS"


   Jugador empedernido y taimado, don Zoilo pasaba los últimos días de su mísera vejez, naipes en mano, como lo había hecho, incansablemente, a lo largo de toda su vida. Las cartas tenían para él el sabor de la ginebra más añeja y el valor del diamante más puro. Para su modo de ver, no había jinete más intrépido y baquiano que un rey, sin importar del palo que fuere, y no había mujer más bella en el mundo que una reina de oros, rubia, blanca, majestuosa.
   Don Zoilo había perdido lo poco que tuvo en la vida jugando al truco. Su mala suerte en el juego le había permitido ser el personaje principal de varias leyendas. Una de ellas aludía a un gualicho y, para contrarrestar sus efectos, don Zoilo bebió mil potajes de amargos y exóticos yuyos, mezclados, a veces, con orina o excremento de sapo, pero fue imposible. La mala suerte seguía allí, a su lado, apostada en su hombro como un búho, clavándole las garras en la carne hasta hacerlo sangrar. Las malas lenguas decían que la ladina lechuza hacía señas con su pico y caiditas de ojos a los jugadores contrarios, pasando toda la información de las cartas de don Zoilo. Pero, a pesar de las habladurías, el viejo no se daba por vencido. 
Al principio, trató de espantar al imaginario autillo aunque, como éste era porfiado, se cansó y terminó por dejarlo allí, ignorándolo totalmente y continuando fiel a su mala suerte. Pero, lejos de capitular, cuanto más perdía más jugaba y cuanto más jugaba más perdía. Sin embargo, en tantos años de mezquina fortuna nadie lo vio triste ni enojado, muy por el contrario, siempre era él el que invitaba a las partidas; él, el que desafiaba; él, el último en levantarse de una mesa de juego. 
   Hijos propios no había tenido, pero había adoptado como suyos a las cuatro sotas. Jamás fue a la escuela, pero sabía contar con precisión hasta treinta y tres, el tope del envido, y lo hacía sin pestañar y sin usar los dedos, desde cero hasta "las del inglés", y también en orden decreciente. 
   Su china, la abnegada Rosalinda, había desperdiciado miles de palabras y su vida para convencerlo de que no jugara más, pero fue de balde, el truco era como una enfermedad incurable. La única posesión material que habían conservado era el rancho, retenido a fuerza de juramentos y amenazas continuas, pese a las innumerables tentaciones, cuando el diablo metía la cola, entre jugada y jugada. 
   Cierto día, un extraño personaje montado en un caballo negro lo visitó, haciéndole cierta demanda. Don Zoilo ni siquiera se inmutó por su apariencia y, con amabilidad, lo invitó a jugar. El forastero no aceptó. No existían excusas, ni postergaciones, ni tiempo, ni triquiñuelas, en fin, nada que lo convenciera. 
   Excudándose en su reconocida fama de eterno perdedor, el viejo suplicó:
   -¡Unos truquitos, no más, che! ¡Dame una oportunidad! ¡Si tenés todas las de ganar! ¡Concedeme ese gustito! ¡Tres manitos! ¡Tres solitas y, después, a sus órdenes!
   La cosa venía fácil. El visitante aceptó el reto. 
   Se jugó la primera mano y el anfitrión perdió el envido, el truco y el rancho. Esa noche durmieron bajo la luz de las estrellas y Rosalinda lloró, sin tregua, hasta el amanecer. 
   Cerca del medio día, fue a visitarlo el curita del pueblo, fruncido el entrecejo y arremangada la sotana por el acuciante calor. Sin perder tiempo, lo sermoneó con inusual gravedad: 
   -Se dice, don Zoilo, que anda apostando con la Muerte. ¡Flor de adversario tiene esta vez! Pero, sepa que con la Parca no se juega. Ella es muy taimada y no le gusta perder. 
   -Esta vez tengo una corazonada- susurró el viejo.
   -¿Quiere que le dé mi bendición, por las dudas?- preguntó el sacerdote. 
   -¡No, padre! ¡Ya le dije que, esta vez, algo me dice que voy a ganar! ¡No se preocupe!
   -Está bien, pero dése por avisado. ¡Suerte entonces! Y ¡hasta más vernos!- exclamó y, alzando más aún la sotana, se alejó, perdiéndose en el horizonte.
   A la hora señalada, regresó la Muerte para la segunda partida. Su cara tenía un aspecto más cadavérico, más patético que el día anterior. 
   Como le tocaba barajar a ella y, teniendo en cuenta la ley de las probabilidades que sólo conocía de oído, don Zoilo apostó a la esposa, dejando su propia vida como trofeo para la partida final. 
   Rosalinda empalideció y quedó inmovilizada por el miedo.
   El viejo recibió las cartas, las amontonó y las fue corriendo, una a una, poquito a poco, como gozando de cada movimiento. Dos de sus hijos y su rubio amor platónico le sonrieron desde el gastado papel de los naipes.
   -¡Envido!- mintió el eterno perdedor, con sólo veinte puntos en su haber.
   -¡Quiero, veintinueve!- aceptó la Muerte, agregando: -¡Y truco, también!
   -¡Quiero retruco!- azuzó don Zoilo. 
   Con un rotundo ¡quiero! la Muerte cerró el juego y exhibió sus tres cartas sobre la improvisada mesa, donde brillaron como soles el siete de velo y el dos de oros. Y así fue como perdió, también, a Rosalinda. 
   Pero la corazonada seguía ahí, latiendo aceleradamente. Esa noche, no pudo conciliar el sueño, esperando con ansiedad que llegara la tarde para jugar la partida final.
   Y se hizo la hora, y cayó el sol desplomándose en el horizonte, y el adversario no aparecía. Don Zoilo comenzaba a inquietarse. Le temblaban los dedos, le transpiraban las palmas, mientras un frío letal le recorría el cuerpo, hasta que, desesperado por la ausencia gritó:
   -¡Muerte! ¡Hija de una gran perra! ¡Vení, canejo! ¡Te falta la última partida!
   Y, mientras sus palabras se desvanecían en la extensión del campo, lo comprendió todo. Ella nunca volvería. ¡Le había ganado la última partida sin jugarla!  Porque él, sin Rosalinda, viejo, enfermo y solo ¿cuánto podría resistir? ¡Ya era hombre muerto!
   Con amargos lagrimones descendiendo por los surcos de sus mejillas, don Zoilo dio cartas para esa partida que nunca se llevaría a cabo. Tomó las que le hubieran correspondido a la Muerte. Las miró. Eran tres cincos de diferente palo. Con premura, asió las que le hubieran tocado en suerte a él y las abrió en perfecto abanico. Y allí, como un insultante escupitajo en el medio de la jeta, fulguraron los metales de una perfumada flor de espadas: el siete, el tres y el ancho. ¡Una mano espectacular como no había recibido nunca en la vida! De la emoción y la impotencia, le dio un brinco el corazón y, tomándose el pecho, cerró los ojos para siempre. 
   De la nada apareció un jinete montado en un caballo negro. Sus huesudas mejillas se distendieron cuando esbozó una sonrisa. 

                                                 Antología de cuentos y poesías Los premiados

                                                                                  Editorial Cáthedra- 2003  



"Truco".  FLORENCIO MOLINA CAMPOS


"Truco e' cuatro" - MARCELO MARCHESE


                        





2 comentarios:

  1. Bruna te felicito por tu blog,todo un logro.
    Que la creatividad y la inspiración te acompañen siempre AMIGA!!

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    1. Gracias, Martu! Lo referente al blog te lo debo a vos, así que ponete contenta porque es un poco tuyo también. Te re-quiero "AMIGA". Sos una mujer extraordinaria; ¡un auténtico ser de luz!

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