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sábado, 11 de agosto de 2012

LA PECADORA



Cuidadoso al extremo, y celoso custodio de sus pertenencias materiales hasta el paroxismo, el "amo" consideraba que cualquier objeto de su propiedad era más importante que la vida humana ajena.
     Cuando Rosendo -tras desperdiciar quince años de su vida enjabonando, enjuagando y secándole la vajilla a cambio de un escuálido sueldo- tuvo la malhadada fortuna de que un par de copas chocaran en el fondo de la pileta y perdieran una ínfima porción de su vítreo cuerpo en el accidente, debió donar, en cruel sacrificio expiatorio, dos dedos de sus etéreas manos, uno por cada vaso.
     Similar suerte creyó correr Catalina, la cocinera. Ella sabía que no debía probar la comida que preparaba para el Amo. La servidumbre no tenía acceso a esos manjares exquisitos, de delicioso y tentador aroma. Ellos debían conformarse con las hortalizas, con el insulso puchero cotidiano, al que se le escatimaban hasta los dientes de ajo. Pero, ese día -tal vez, acuciada por el frío intenso o tentada por el fatuo Belcebú- la mirada de Catalina quedó atrapada en el frasco de duraznos en conserva. Hacía dos décadas que los venía preparando y jamás los había probado. Conocía al dedillo el punto del almíbar con sólo mirarlo. Con una simple ojeada a la pulposa carne del fruto ya sabía si estaba cocido o si faltaban todavía algunos minutos de borboteo. Pero ¿qué sabor tendrían? ¿Qué le pasaba esa mañana que los duraznos la seducían tanto? ¿Por qué le ocurría ese día lo que no le había pasado en veinte años? Esos frutos tenían el mismo apetitoso atractivo que los del Jardín de las Hespérides; y, tras el hechizo de media jornada, se sintió con la fuerza y el valor de Telémaco y decidió robar uno, para lo cual mataría a Argos, su celoso guardián, si fuera necesario. Nada ni nadie podría detener el intenso impulso que la azuzaba. Pero, no era ambiciosa. No pretendía ni el durazno más grande ni el mejor dotado por la naturaleza. Su mirada se había focalizado en el más pequeño, uno casi deforme, el menos bendecido por la gracia de Dios. El fruto en si no importaba, ni su forma, ni su color, ni su tamaño; tan sólo su sabor. Se hubiera conformado con una mísera porción -la más insignificante- aquélla capaz de excitar una sola de sus papilas gustativas para que le trasmitiera al cerebro ese gusto tan particular que ya le parecía celestial.
     Una vez seleccionado el objetivo, todas las armas apuntaban a ese blanco indefectiblemente...
     La cocinera no podía concentrarse en sus múltiples quehaceres matinales. Las papas quedaron a medio pelar; las verduras abandonadas dentro del lavabo, flotando en el agua que las purificaría de las impurezas; el contenido de las ollas hirviendo e hirviendo en un frenesí de burbujas y vapor. Catalina pasando una y mil veces delante del aparador; los ojos fijos en la víctima potencial de sus apetencias; el corazón latiendo con desenfreno; el deseo creciendo y creciendo hasta desbordarle el cuerpo;  el alma suspendida de un hilo por temor a ser descubierta, mientras se le hacía agua la boca ante la tentación.
     Mártir de un impulso irrefrenable, Catalina sucumbió. Tomó el frasco, quitó el tapón de corcho, sumergió el gran cucharón de madera en el viscoso contenido y atrapó al diabólico fruto. A la vez que con la mano derecha, temblorosa e insegura, sostenía el utensilio que anidaba en su cuenco la preciosa carga, con la izquierda volvió a cerrar el frasco y a ubicarlo en su lugar.
     Fue presurosa hacia un rincón de la cocina y, mirando hacia el ángulo que formaban las dos paredes, abrió la boca anhelante de placer, clavó los incisivos en el delicioso durazno y le arrancó un cuarto de su esponjoso cuerpo. El trozo obtenido, se movía  con suavidad en el interior de la boca, acariciando con sus  sedosas fibras el paladar, la lengua, los dientes y las encías, dulcificando el cerebro con ese regio sabor. Catalina creyó tocar el cielo con las manos. En tantos años de trabajo y sacrificios nunca había experimentado tanto deleite. Si eso era pecar, ella se convertiría en una pecadora irremediable, incurable hasta la excomunión.
     Ese placer debía hacerse infinito, inagotable... por lo tanto, el trozo seguía atrapado en la tibia caverna de sus fauces, y permanecería prisionero hasta ser totalmente exprimido de sus dulzainos jugos.
     Pero, por desgracia, el goce fue interrumpido en forma  abrupta en los umbrales del clímax, dejando luego una sensación de vacío. La puerta de la cocina se abrió y Catalina engulló el agradable bocado con premura, a tal punto, que le raspó la garganta. La delectación se esfumó dejándole paso al dolor...
     Aún con el cucharón en la mano y la inapelable evidencia de la otra porción del durazno en él, aterrada, la pobre mujer emitió un grito y dejó caer el utensilio con su inapreciable carga. El trozo de fruta ni siguiera rebotó al chocar contra el suelo y, lubricado por el almíbar, resbaló por el brillante piso de cerámica. Catalina, con el cuerpo paralizado, siguió mentalmente el itinerario del durazno. Se lo imaginó deslizándose, libre y delatante, hasta detenerse a los pies de Argos, el dragón de un centenar de ojos siempre alertas: el temido Amo.
     Pavorida, aún sin virar la cabeza, unió las palmas y, bañada en llanto, imploró misericordia, absolución para su pecado, jurando que sería la primera y la última vez que cometería un acto tan indigno como ése. Presintió al ojizaino Amo lanzando centellas de odio y venganza y, luego, chocó contra la blindada puerta de su corazón, sabiendo que era una barrera inexpugnable. Al fin, agotada de tanto llorar y suplicar, sin fuerzas, decidió entregarse para la  expiación. Había comido un cuarto de durazno, por lo tanto, se le cortaría una porción de lengua, cuya masa debía ser proporcional a la del fruto. Ya no podría degustar jamás el sabor dulce de los manjares, el que se cata con la punta de ese órgano. En ninguna otra ocasión podría llegar al éxtasis de dulzor. ¡Nunca más un dulce orgasmo de sabor, nunca más...!
     Cuando, resignada, giró sobre los talones, lo vio a Eusebio apoyado en la puerta, sonriéndole. Cual cómplice incondicional, el fregador de platos le guiñó un ojo y, sin decir palabra, se retiró.
     Catalina estaba aturdida, descompuesta por el temor y los nervios. De repente, la arcada se le originó en el centro del vientre y ascendió con la velocidad y la potencia de una tromba por el esófago; le dilató la garganta y las fauces y, tras el espasmo, vació el contenido del estómago. La porción de durazno que había tragado salió incólume e, impulsada por la inercia, fue a reunirse con el resto de su cuerpo, patinando entre los pegajosos y hediondos jugos regurgitados.
     Más aliviada, Catalina tomó ambas partes, las enjuagó con cuidado y las devolvió al frasco, ocultándolas discretamente bajo el resto de frutos almibarados. Ese mismo día, borraría los rastros de su desliz. Coronaría el almuerzo del Amo con un delicioso postre: ensalada de frutas, bien picadita.
        Mientras batía la crema, la mirada de la cocinera se posó, con gula, en el frasco de cerezas al marrasquino...
     

         7° Antología de Narradores Urbanos y Suburbanos

         Secretaría de Cultura de la Provincia de Bs.As.
            Dirección General de Cultura y Educación
                         Ediciones Baobab  - 2002 




"Pequeña naturaleza muerta con cerezas" JOS VAN RISWICK


"La joven cocinera".  FRANCOIS MOREAU







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