Cuidadoso al extremo, y celoso custodio de sus
pertenencias materiales hasta el paroxismo, el "amo" consideraba que
cualquier objeto de su propiedad era más importante que la vida humana ajena.
Cuando
Rosendo -tras desperdiciar quince años de su vida enjabonando, enjuagando y
secándole la vajilla a cambio de un escuálido sueldo- tuvo la malhadada fortuna
de que un par de copas chocaran en el fondo de la pileta y perdieran una ínfima
porción de su vítreo cuerpo en el accidente, debió donar, en cruel sacrificio
expiatorio, dos dedos de sus etéreas manos, uno por cada vaso.
Similar
suerte creyó correr Catalina, la cocinera. Ella sabía que no debía probar la
comida que preparaba para el Amo. La servidumbre no tenía acceso a esos
manjares exquisitos, de delicioso y tentador aroma. Ellos debían conformarse
con las hortalizas, con el insulso puchero cotidiano, al que se le escatimaban
hasta los dientes de ajo. Pero, ese día -tal vez, acuciada por el frío intenso o
tentada por el fatuo Belcebú- la mirada de Catalina quedó atrapada en el frasco
de duraznos en conserva. Hacía dos décadas que los venía preparando y jamás los
había probado. Conocía al dedillo el punto del almíbar con sólo mirarlo. Con
una simple ojeada a la pulposa carne del fruto ya sabía si estaba cocido o si
faltaban todavía algunos minutos de borboteo. Pero ¿qué sabor tendrían? ¿Qué le
pasaba esa mañana que los duraznos la seducían tanto? ¿Por qué le ocurría ese
día lo que no le había pasado en veinte años? Esos frutos tenían el mismo
apetitoso atractivo que los del Jardín de las Hespérides; y, tras el hechizo de
media jornada, se sintió con la fuerza y el valor de Telémaco y decidió robar
uno, para lo cual mataría a Argos, su celoso guardián, si fuera necesario. Nada
ni nadie podría detener el intenso impulso que la azuzaba. Pero, no era
ambiciosa. No pretendía ni el durazno más grande ni el mejor dotado por la
naturaleza. Su mirada se había focalizado en el más pequeño, uno casi deforme,
el menos bendecido por la gracia de Dios. El fruto en si no importaba, ni su
forma, ni su color, ni su tamaño; tan sólo su sabor. Se hubiera conformado con
una mísera porción -la más insignificante- aquélla capaz de excitar una sola de
sus papilas gustativas para que le trasmitiera al cerebro ese gusto tan
particular que ya le parecía celestial.
Una
vez seleccionado el objetivo, todas las armas apuntaban a ese blanco
indefectiblemente...
La
cocinera no podía concentrarse en sus múltiples quehaceres matinales. Las papas
quedaron a medio pelar; las verduras abandonadas dentro del lavabo, flotando en
el agua que las purificaría de las impurezas; el contenido de las ollas
hirviendo e hirviendo en un frenesí de burbujas y vapor. Catalina pasando una y
mil veces delante del aparador; los ojos fijos en la víctima potencial de sus
apetencias; el corazón latiendo con desenfreno; el deseo creciendo y creciendo
hasta desbordarle el cuerpo; el alma
suspendida de un hilo por temor a ser descubierta, mientras se le hacía agua la
boca ante la tentación.
Mártir
de un impulso irrefrenable, Catalina sucumbió. Tomó el frasco, quitó el tapón
de corcho, sumergió el gran cucharón de madera en el viscoso contenido y atrapó
al diabólico fruto. A la vez que con la mano derecha, temblorosa e insegura,
sostenía el utensilio que anidaba en su cuenco la preciosa carga, con la
izquierda volvió a cerrar el frasco y a ubicarlo en su lugar.
Fue
presurosa hacia un rincón de la cocina y, mirando hacia el ángulo que formaban
las dos paredes, abrió la boca anhelante de placer, clavó los incisivos en el
delicioso durazno y le arrancó un cuarto de su esponjoso cuerpo. El trozo
obtenido, se movía con suavidad en el
interior de la boca, acariciando con sus
sedosas fibras el paladar, la lengua, los dientes y las encías,
dulcificando el cerebro con ese regio sabor. Catalina creyó tocar el cielo con
las manos. En tantos años de trabajo y sacrificios nunca había experimentado
tanto deleite. Si eso era pecar, ella se convertiría en una pecadora
irremediable, incurable hasta la excomunión.
Ese
placer debía hacerse infinito, inagotable... por lo tanto, el trozo seguía
atrapado en la tibia caverna de sus fauces, y permanecería prisionero hasta ser
totalmente exprimido de sus dulzainos jugos.
Pero,
por desgracia, el goce fue interrumpido en forma abrupta en los umbrales del clímax, dejando
luego una sensación de vacío. La puerta de la cocina se abrió y Catalina
engulló el agradable bocado con premura, a tal punto, que le raspó la garganta.
La delectación se esfumó dejándole paso al dolor...
Aún
con el cucharón en la mano y la inapelable evidencia de la otra porción del
durazno en él, aterrada, la pobre mujer emitió un grito y dejó caer el utensilio
con su inapreciable carga. El trozo de fruta ni siguiera rebotó al chocar
contra el suelo y, lubricado por el almíbar, resbaló por el brillante piso de
cerámica. Catalina, con el cuerpo paralizado, siguió mentalmente el itinerario
del durazno. Se lo imaginó deslizándose, libre y delatante, hasta detenerse a
los pies de Argos, el dragón de un centenar de ojos siempre alertas: el temido
Amo.
Pavorida,
aún sin virar la cabeza, unió las palmas y, bañada en llanto, imploró
misericordia, absolución para su pecado, jurando que sería la primera y la
última vez que cometería un acto tan indigno como ése. Presintió al ojizaino
Amo lanzando centellas de odio y venganza y, luego, chocó contra la blindada
puerta de su corazón, sabiendo que era una barrera inexpugnable. Al fin,
agotada de tanto llorar y suplicar, sin fuerzas, decidió entregarse para
la expiación. Había comido un cuarto de
durazno, por lo tanto, se le cortaría una porción de lengua, cuya masa debía
ser proporcional a la del fruto. Ya no podría degustar jamás el sabor dulce de
los manjares, el que se cata con la punta de ese órgano. En ninguna otra
ocasión podría llegar al éxtasis de dulzor. ¡Nunca más un dulce orgasmo de
sabor, nunca más...!
Cuando,
resignada, giró sobre los talones, lo vio a Eusebio apoyado en la puerta,
sonriéndole. Cual cómplice incondicional, el fregador de platos le guiñó un ojo
y, sin decir palabra, se retiró.
Catalina
estaba aturdida, descompuesta por el temor y los nervios. De repente, la arcada
se le originó en el centro del vientre y ascendió con la velocidad y la
potencia de una tromba por el esófago; le dilató la garganta y las fauces y,
tras el espasmo, vació el contenido del estómago. La porción de durazno que
había tragado salió incólume e, impulsada por la inercia, fue a reunirse con el
resto de su cuerpo, patinando entre los pegajosos y hediondos jugos
regurgitados.
Más
aliviada, Catalina tomó ambas partes, las enjuagó con cuidado y las devolvió al
frasco, ocultándolas discretamente bajo el resto de frutos almibarados. Ese
mismo día, borraría los rastros de su desliz. Coronaría el almuerzo del Amo con
un delicioso postre: ensalada de frutas, bien picadita.
Mientras batía la crema, la mirada de la cocinera se posó, con gula, en el frasco de cerezas al marrasquino...
7° Antología de Narradores Urbanos y Suburbanos
Secretaría de Cultura de la Provincia de Bs.As.
Dirección General de Cultura y Educación
Ediciones Baobab - 2002
"Pequeña naturaleza muerta con cerezas" JOS VAN RISWICK |
"La joven cocinera". FRANCOIS MOREAU |
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