Abraham se durmió profundamente. Al rato,
empezó la horrible pesadilla. Soñaba que los animales de la maldita Gestapo
los habían descubierto y estaban
descendiendo al alcantarillado de la ciudad. ¡Malditos sabuesos! Esos infames
tenían el olfato más sutil que el de sus propios ovejeros. ¡Perros asquerosos!
Ya estaban llegando... Ya estaban arribando a su escondrijo. Los pasos se
podían percibir cada vez más cercanos. Repiqueteaban en los túneles como si
fueran campanas tañendo a réquiem. ¡Tam! ¡Tam! ¡Tam! El corazón le galopaba... y los lebreles
estaban cada vez más cerca de la presa. Ya podía sentir en los pies la humedad
de sus helados hocicos... ¡TAM! ¡TAM! ¡TAM!
-¡Sal
de ahí, judío inmundo!- ladró uno de
ellos.
El
agresivo can estaba parado a su lado, amenazante, exhibiéndole los colmillos,
listo para atacar...
Salió
de su agujero con la cabeza gacha, subordinado a la raza excelsa.
En
pocos segundos, se encontró amarrado en una cámara de torturas. Estaba en
penumbras, pero la impía luz de una lamparilla orientada hacia su rostro le
laceraba los ojos. La hoja de la navaja que enarbolaba el ario uniformado
despedía destellos plateados. El verdugo disfrutaba al contemplar el filo del
metal y la cara de horror de la víctima, hasta que al fin le anunció:
-Te vamos a sacar las uñas, una por una.
"¡No!
¡Por piedad! ¡Noooo!", intentó
gritar el prisionero pero sólo un sonido gutural le emergió de la boca.
Abraham
no podía ver la sangre pero notó su tibieza. Luego vino el dolor. Se originó
como un fuerte pinchazo en la extremidad del dedo. Fue ascendiendo,
zigzagueando como un relámpago, hasta llegarle al cerebro. Un alarido emergió
de su cavernosa garganta mientras el cuerpo se estremecía. Se incorporó hasta donde se lo permitían las
ataduras. Prosiguió ululando.
-Veamos...
Otro cortecito más - fanfarroneó el victimario, volviendo a clavar el cuchillo,
esta vez, en el lateral derecho de la misma uña.
Y,
de nuevo, el proceso de la saeta le fulminó el cuerpo. Ahora, la sangre fluía a
borbotones. Volvió a gritar. Apretó los puños... Unas cuantas lágrimas le
resbalaron por las mejillas, tan tibias como el fluido de la hemorragia. Dentro de lo que le permitió el sufrimiento,
abrió los ojos y vio brillar, otra vez, el metal de la navaja
agresora.
-
Una incisión más y sale cuadrada como un adoquín - murmuró el
germano, mientras bajaba el brazo para clavar el arma a fondo en el primer
impacto.
Antes
de recibirlo, Abraham gritó. Quería ganarle de mano al dolor. Luego, el
torturador deslizó la hoja por la profundidad de sus músculos.
-Seguiré
por la otra pierna. Comenzaré por el dedo pequeño- comentó después.
El
cuchillo ya bajaba con violencia...
Abraham,
gritando, se incorporó. Las correas no lo mantuvieron sujeto esta vez. Se miró
los brazos. No había ataduras que lo amarraran. Tampoco lamparilla... Pudo
llevarse las manos a la cara y frotarse los párpados. Le costó mucho adaptarse
a la densa oscuridad. Se sentó. Descubrió que todo había sido una pesadilla.
¡Una horrible pesadilla! No había ni torturadores ni cámara de torturas. Pero,
el miembro inferior izquierdo le dolía.
Y, otra punzada dolorosa ascendía ahora desde el meñique derecho. Encendió un
fósforo. Se miró el pie izquierdo. Faltaba la puntera de la media y el resto
estaba teñido de rojo. El dolor era intenso...
Mientras
inspeccionaba, se quemó la punta de los dedos con el cadáver de la cerilla.
Encendió otro fósforo y lo acercó a la
otra extremidad. Sin inmutarse por la titilante llama de la mísera fuente
lumínica, la rata continuó royéndole la falange. Tan sólo sus inquietos ojuelos brillaron,
afectados por la luz.
Un
grito de horror, potente y real, llenó el recinto adyacente, y se alejó
perdiendo potencia por las laberínticas galerías, rebotando aquí y allá, en las
leprosas paredes, como un trueno...
LOS PREMIADOS
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